
Lo que Isabel Preysler nunca cuenta (II): Quién fue su benefactor al llegar a España
La influyente familia Sainz de Vicuña actuó como escudo y trampolín de la Preysler para que se reinventara en Madrid
Como ya avanzamos en elcierredigital.com, la socialité Isabel Preysler (Manila, 1950) prepara un libro sobre su vida editado por Espasa. El título que se puede ver en la portada que llevará la publicación es 'Mi verdadera historia'. Sin embargo, muchos de los detalles de la vida y orígenes de la filipina han sido siempre ocultados por ella misma. Como por ejemplo, los motivos de su viaje a España o quiénes fueron sus benefactores al llegar a nuestro país.
Cuando Isabel Preysler aterrizó en Madrid a comienzos de 1969, lo hizo con una maleta cargada de incertidumbre. La joven filipina había dejado atrás un entorno familiar sacudido por el drama de las drogas que afectó a varios de sus hermanos. Sus padres, temerosos de que Isabel terminara atrapada en esa misma espiral, la enviaron a España para reconducir su vida. Pero los primeros meses en la capital fueron duros. Sin amigas, sin fiestas a las que acudir y sin la atención que en Manila despertaba su exotismo, Isabel se sentía descolocada.
El primer paso fue matricularla en el Colegio de las Madres Irlandesas, en la calle Velázquez, donde debía aprender secretariado. Sin embargo, la vocación académica nunca fue lo suyo. Había decidido que no estudiaría más, que la vida que le esperaba estaba en otro lugar, lejos de las aulas. En esos meses incluso trató de acercarse a la familia de su tío paterno, José María Preysler. Sin embargo, el contacto con sus primos resultó escaso y no encontró en ellos el apoyo que necesitaba.
La familia Sainz de Vicuña, los ‘padrinos’ de Isabel Preysler
La suerte cambió gracias a los Sainz de Vicuña, una de las familias más poderosas de la élite madrileña. Su “Tío Teddy”, Eduardo Sainz de Vicuña, se convirtió en padrino de bautismo de Isabel en España y pronto en su gran protector.
Tenía ascendencia franquista y conexiones empresariales internacionales. Por ejemplo, era accionista del grupo cervecero Quilmes gracias a su matrimonio con Inés Bemberg. Esta era la heredera de una de las fortunas más importantes de Argentina. Gracias a este poder, Teddy abrió de inmediato las puertas de la alta sociedad a la joven filipina.
A su alrededor orbitaban otros miembros influyentes del clan. Su hermano Juan Manuel, conocido como Johnny, fue el hombre que introdujo la Coca-Cola en España. Un hito empresarial que le otorgó gran prestigio en el mundo de los negocios. Estaba casado con Fernanda Primo de Rivera y Urquijo, lo que lo emparentaba con una de las familias más próximas al dictador Franco.
Johnny ejercía de anfitrión en los círculos más selectos de la derecha franquista. Allí, empresarios, políticos y aristócratas cerraban acuerdos que definían el futuro económico del país.

Para Isabel, contar con su apoyo fue crucial. De pronto tenía un “hermano mayor” dispuesto a guiarla en los salones donde se decidía quién era alguien y quién no en la capital.
El pequeño de la saga, José Antonio, cineasta y productor, también jugó un papel decisivo. Dueño de la productora Impala, impulsó películas de directores de referencia como Berlanga o Garci.
Fue él quien introdujo a Isabel en el universo del cine. Un entorno plagado de glamour, estrenos privados y fiestas donde coincidían políticos, actores y empresarios.
José Antonio se convirtió en uno de sus acompañantes más fieles, incluso después de la separación de Isabel y Julio Iglesias. Todavía era habitual verla en saraos en su compañía.
Los Sainz de Vicuña actuaron como escudo y trampolín. Permitieron que la joven filipina dejara atrás la tristeza de sus primeros meses en Madrid, marcados por la soledad y la nostalgia, y se reinventara en la capital. A finales de aquel año, Isabel ya había recuperado la sonrisa y la seguridad que tanto la habían caracterizado en Manila.
El poder de los Sainz de Vicuña
Pero el papel del clan iba mucho más allá de la mera compañía social. Los Sainz de Vicuña eran, ante todo, una dinastía de poder económico. Procedían de una estirpe con hondas raíces en el franquismo, donde varias ramas familiares habían ocupado cargos diplomáticos y empresariales de primer nivel.
Durante la dictadura, supieron tejer alianzas estratégicas con multinacionales extranjeras que buscaban instalarse en España. Coca-Cola fue un ejemplo, pero también lo fueron otros negocios vinculados al sector inmobiliario, la banca y los clubes exclusivos.
La influencia de los Sainz de Vicuña se extendía a través de clubes como La Moraleja o el Real Club de Golf. Estos espacios estaban reservados para una minoría donde se cerraban alianzas políticas y económicas.
Johnny, presidente de la Real Federación Española de Golf, utilizaba esas redes como plataformas de poder. Isabel, acompañada por ellos, accedió a ese entramado sin esfuerzo, convirtiéndose en la invitada exótica que todos querían conocer, como sigue siendo hoy.

En un Madrid todavía marcado por la rigidez franquista, ser aceptada en ese círculo suponía un salto social enorme. No solo le ofrecía visibilidad, sino también protección frente a quienes podían verla como una advenediza.
La legitimidad que le otorgaba estar arropada por los Sainz de Vicuña despejaba cualquier duda sobre su posición. Era alguien que contaba con el respaldo de una de las sagas más respetadas del régimen.
Isabel supo aprovechar esa oportunidad. Con su natural encanto y una elegancia que deslumbraba, pronto dejó de ser solo “la ahijada de Teddy” para convertirse en protagonista de los eventos.
Sus apariciones en recepciones, cócteles y fiestas benéficas fueron consolidando una imagen pública, que hoy en día mantiene. Esta se distanciaba de la joven tímida que había llegado meses antes de Filipinas.
Los lazos de la familia no se limitaban a Madrid. Sus negocios internacionales les permitían codearse con élites de otros países, algo que abría a Isabel una puerta al cosmopolitismo que tanto anhelaba.

Teddy viajaba con frecuencia a Argentina y a otros puntos de América Latina por sus vínculos con el grupo Bemberg. Esto reforzaba la dimensión internacional de su círculo.
Incluso su relación con Imelda Marcos, primera dama de Filipinas, encontró eco en Madrid gracias a esa red. En los salones de la capital se hablaba de política, de negocios, de moda y de influencia. Isabel absorbía esas conversaciones como una aprendiz que, con rapidez, supo convertirse en maestra.
Con el tiempo, los Sainz de Vicuña también la conectaron con futuros protagonistas de su vida sentimental. En veladas organizadas por José Antonio, o en los estrenos privados de Impala, Isabel coincidió con aristócratas, banqueros y políticos. Fue en esos espacios donde se gestaron amistades y relaciones que marcarían su vida en España.
En definitiva, los Sainz de Vicuña no solo fueron protectores, sino arquitectos de la segunda vida de Isabel Preysler. Sin ellos, probablemente habría tardado mucho más en salir de la sombra de la inmigrante recién llegada. Con ellos, en apenas un año ya era una figura reconocida en la alta sociedad madrileña, lista para protagonizar el siguiente capítulo de su biografía: el encuentro con Julio Iglesias.
El regreso a Manila y la promesa de volver a España
Pese a la buena acogida en Madrid, Isabel debía regresar a Filipinas aquel verano de 1969. Volvió a Manila con una sensación agridulce. Por un lado, el reencuentro con su familia; por otro, la certeza de que su lugar ya no estaba allí. El brillo que había descubierto en España, gracias a la mediación de los Sainz de Vicuña, había despertado en ella un deseo difícil de apagar.
Convenció a sus padres de que debía regresar a Madrid en cuanto terminara el verano. La decisión estaba tomada. Filipinas le ofrecía recuerdos y vínculos, pero también sombras familiares y un entorno marcado por las adicciones de sus hermanos. España, en cambio, le abría la posibilidad de reinventarse. Y así fue: a finales de 1969, Isabel volvió a Madrid, esta vez con la determinación de labrarse un futuro en la alta sociedad.
El amor con Julio Iglesias, cantante del franquismo
En 1970, Isabel Preysler conoció a Julio Iglesias, un joven que comenzaba a convertirse en mito. Antiguo portero del Real Madrid, un accidente lo había apartado del fútbol y lo empujó hacia la música.
El encuentro entre ambos se produjo en una fiesta de la jet set madrileña. Julio quedó prendado de inmediato por la belleza exótica y la elegancia de la joven filipina. Isabel, por su parte, encontró en él un imán irresistible: un hombre con futuro prometedor y energía arrolladora.

El flechazo fue tan rápido que tres días después Julio ya le había declarado su amor, y en seis meses eran pareja formal.
El 20 de enero de 1971, en Illescas (Toledo), se casaron en una ceremonia lluviosa pero seguida de cerca por los medios. Lo que casi nadie sabía era que Isabel estaba embarazada de su primera hija, Chábeli, nacida en Cascais en septiembre de ese mismo año. La versión oficial hablaba de un parto prematuro. Pero las cuentas nunca cuadraron del todo y el rumor de un embarazo previo acompañó siempre a la pareja.
Ni en Manila ni en Madrid el enlace fue recibido con entusiasmo. Para los Preysler, que esperaban un matrimonio más “respetable”, casarse con un cantante era poco menos que un escándalo. Y la familia Iglesias tampoco vio con buenos ojos a Isabel.
La madre del artista, Charo de la Cueva, nunca llegó a aceptarla del todo. Y llegó a referirse a ella de forma despectiva como “la china”.
Los primeros años juntos fueron duros. Isabel acompañaba a Julio en sus giras por Latinoamérica. Soportaba largos trayectos en autobuses desvencijados y actuaciones modestas, incluso estando embarazada. Luego llegaron Julio José (1973) y Enrique (1975). Ella asumió en solitario la crianza de los hijos. Mientras, su marido, cada vez más ausente, se volcaba en una carrera que ya apuntaba al estrellato internacional. El contraste entre el hogar silencioso y el escenario repleto de fans minaba poco a poco la relación.

En medio de esa rutina apareció Carmen Martínez-Bordiú, nieta de Francisco Franco y vecina de Isabel, que se convirtió en su amiga íntima y confidente. Juntas compartieron viajes, fiestas y visitas al Palacio de El Pardo. Con Carmen, Isabel recuperó el contacto con la alta sociedad y volvió a sentirse centro de atención.
Esa amistad también influyó en su mentalidad: poco a poco empezó a cuestionar los principios rígidos que le habían inculcado en Filipinas y a contemplar la posibilidad de separarse, algo todavía tabú en la España de los años setenta.
La ruptura y el inicio de una nueva etapa
El matrimonio se resquebrajó definitivamente en 1978. Isabel, cansada de las ausencias de Julio y de los rumores constantes de infidelidades, decidió separarse. Fue un proceso difícil, pues la prensa seguía cada detalle y la Iglesia aún marcaba la moral pública. Pero Isabel mantuvo el tipo: discreta, firme y con la determinación de proteger a sus hijos.
La separación marcó un antes y un después. Isabel dejó de ser “la mujer de Julio Iglesias” para convertirse en un personaje por sí misma. Con el tiempo se uniría al marqués de Griñón y más tarde a Miguel Boyer, reforzando su posición como figura central de la sociedad española.
La niña tímida que llegó a Madrid sin rumbo había encontrado su lugar. Había pasado de depender de la protección de los Sainz de Vicuña a construir un nombre propio, primero como esposa del cantante del franquismo y después como una de las socialités más influyentes del país.
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