Logo El Cierre Digital
Retrato de un hombre con armadura y peluca blanca, adornado con una banda roja y medallas, posando frente a una cortina dorada.
CULTURA

Así llegaron los Borbones (IV): Carlos III, el Rey que rompió la regla

El monarca que defendió el Derecho Divino y modernizó España para recuperar su relevancia exterior

Carlos III también fue distinto a los otros Borbones en dos cosas más: La primera, en borrar de la mente de sus nobles y de los hidalgos que el trabajo no era sinónimo de peste o castigo (y él dio ejemplo trabajando más que sus Ministros) y la segunda que cuando se puso la Corona de Rey de España ya tenía una gran experiencia de hombre de Estado, dado que antes de ser Carlos III había sido Carlos I (cuatro años como Duque de Parma y Plasencia), Carlos VII y Carlos V (25 años como Rey de Nápoles y de Sicilia, respectivamente). O sea, que a sus 43 años ya era un experto en eso de reinar

Pero, antes de seguir repasemos, aunque sea con brevedad, su biografía personal.

“El infante nació entre las tres y las cuatro de la madrugada del 20 de enero de 1716, en el viejo Alcázar de Madrid. Era hijo de Felipe V (1683-1746) y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio (1692-1766). El bautizo público y solemne tuvo lugar cinco días después, el 25 de enero de 1716, en el Real Monasterio de los Jerónimos, oficiado por el arzobispo de Toledo, Francisco Valero y Losa. El primogénito de Isabel de Farnesio llegaba al mundo con la todavía reciente paz, alcanzada tras la Guerra de Sucesión a la Corona de España, y, a las pocas semanas de la muerte, en Versalles, el 1 de septiembre de 1715, de su poderoso bisabuelo, Luis XIV de Francia. Sin embargo, aunque era hijo de reyes, nada hacía presagiar que reinaría en España. En la línea de sucesión al trono le precedían dos hermanos, Luis (1707-1724) y Fernando (1713-1759), hijos de la primera esposa de su padre, María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714). Viudo Felipe V a los treinta y un años, el 14 de febrero de 1714, después de trece de matrimonio, contraería nuevas nupcias apenas siete meses después, el 16 de septiembre de 1714, con Isabel de Farnesio, hija única de Eduardo III, duque de Parma, y de Dorotea Sofía, condesa palatina del Rin y duquesa de Baviera.”

Carlos III de niño junto a su madre, Isabel de Farnesio

“Era meticuloso hasta la exageración hasta el punto de que no solo tenía su horario de trabajo y descanso totalmente planificado, sino que incluso comía y bebía todos los días exactamente lo mismo. “Le gustaba la pulcritud hasta el extremo de no tolerar ni una mancha”, escribe el historiador Fernando Díaz-Plaja. “Es persona extraordinariamente ordenada en su horario y muy puntual. Le han visto con la mano sobre el picaporte en la puerta de su cámara, esperando que sea la hora fijada para recibir a los que están afuera”

Carlos III, el rey bueno, humano y virtuoso

Rey de Nápoles antes de ser de España, don Carlos ya se había ganado el cariño de todos sus súbditos por su carácter tranquilo y servicial, según escribió uno de sus biógrafos: “Disfrutaba de las bendiciones de todos sus vasallos, que eran el fruto de su justicia, su afabilidad y del amor que no podía ni quería ocultar les profesaba, pues acomodado a las costumbres de su país y hablando a cada cual en su lengua, el noble y el último de los lazarones le miraba como padre y le amaba como tal, tratándole con la misma confianza que si fuese uno de ellos (…) y dando audiencias diarias a todo el mundo, sin distinción de clases, se granjeó las voluntades de todos”. 

Quienes lo conocieron cuentan que don Carlos III era un hombre bondadoso y amante de la sencillez. A diferencia de otros monarcas de la época, muy aficionados al lujo y al placer, llevó una vida muy simple y siempre se preocupó por evitar gastos innecesarios y excesivos.

“Era naturalmente bueno, humano, virtuoso, familiar, sencillo en su trato, como en el vestido y en todo, y nada le era más contrario que la afectación, la ficción y la vanidad, llevando en algún modo al exceso su aborrecimiento a estos defectos”, escribió el conde Fernán Núñez. “Nada ofendía más al rey que la mentira y el engaño y así como todo lo perdonaría al que con verdad y franqueza le confesase su delito, así también el más leve era para él el más grave cuando le hallaba inculcado con la falsedad o la mentira”, continúa el relato.

Un viajero inglés elogió el carácter del rey: “Se trata sin duda de un hombre de de principios, universalmente reconocido como una de las personas más virtuosas que pueblan sus dominios. Pero él mismo atribuye era moral al hecho de que su mente siempre está entretenida y no a su carácter”. Fernán Núñez agrega: “En su interior era el hombre más suave, humano y afable con todas las personas de su servidumbre, entrando en los intereses y asuntos familiares de cada uno, sobre todo con los que más lo necesitaban”.

Los éxitos en política interior y exterior de Carlos III

Y ahora, también brevemente, algunas de sus obras y algunos de sus éxitos:

En política interior intentó modernizar la sociedad utilizando el poder absoluto del Monarca (a veces en su contra, como sucedió con el motín de Esquilache) y supo rodearse de los grandes personajes de la Ilustración, como fueron: los condes de Aranda, Campomanes y Floridablanca y los marqueses de Grimaldi y Esquilache.

Pero, sobre todo se preocupó por embellecer las grandes ciudades del Reino y entre ellas, la primera, naturalmente, la capital: Madrid. A la que dotó de red de alcantarillado, recogida de basuras, hospitales públicos, ensanche de calles, jardines, plazas ... y los Reales Estudios de San Isidro, la Escuela de Arte y Oficios, un nuevo Plan de Estudios Universitarios, el Banco de San Carlos (luego Banco de España), la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro y la de cristales de la Granja...y, sobre todo, el Museo del Prado, las fuentes de la Cibeles y Neptuno, la Puerta de Alcalá, el Jardín Botánico y el Hospital de San Carlos (hoy Museo Reina Sofía)... Lo que le valió pasar a la Historia como "el mejor alcalde de Madrid"

 Los aspectos menos conocidos de su reinado

Y ahora repasemos lo menos conocido de su Reinado: Los primero, su defensa a ultranza del Derecho Divino como fuente y justificación de la soberanía real.  O sea, la Monarquía Absoluta...y así lo exigió, incluso, en las monedas: Carlos III por la gracia de Dios. Era la primera vez que se imponía en España el Derecho Divino, por el que la soberanía deja de ser del pueblo y pasa a ser en exclusiva del Monarca. Sus ideas estaban claras:

- La Monarquía es una institución de ordenación divina.

- El derecho hereditario es irrevocable. El derecho adquirido por virtud del nacimiento no puede perderse por actos de usurpación, cualquiera que sea su duración; ni por incapacidad del heredero; ni por acto alguno de deposición.

- Los reyes son responsables sólo ante Dios. La monarquía es pura, ya que la soberanía radica por entero en el rey, cuyo poder rechaza toda limitación legal. Toda ley es una simple concesión voluntaria; y toda forma constitucional y toda asamblea existen a su arbitrio.

- La no-resistencia y la obediencia pasiva son prescripciones divinas. En cualquier circunstancia, la resistencia al rey es un pecado y acarrea la condenación eterna que el rey ordena algo contrario a la ley de Dios, Dios debe ser obedecido con preferencia al hombre; pero debe seguirse el ejemplo de los cristianos primitivos y sufrir con paciencia las penas que corresponden a la infracción de la ley.

 

La segunda delas acciones de su Reinado menos conocida es la participación de España en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos en favor de las 13 Colonias rebeldes. Pero, al llegar aquí prefiero reproducir lo que escribe un gran estudioso del tema.

Desde la Declaración de Independencia (4 de julio de 1776) los sublevados recibieron ayuda española de forma solapada. En 1779 se rompieron las relaciones con el Reino Unido y se fue a la guerra. Se asedió Gibraltar sin éxito, pero se pudo recuperar Menorca. Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, ocupó Florida. Inglaterra, aislada y sin poder someter a los rebeldes, tuvo que firmar la paz.

El Tratado de París puso fin a la guerra. España recuperó Menorca, la Florida y la costa de Honduras, aunque no pudo conseguir lo mismo con Gibraltar, que los ingleses se negaron en redondo a ceder España, de esta forma, contribuyó a la independencia de los Estados Unidos, hecho que creó un precedente para la emancipación de las colonias españolas en el siglo xix.

En 1785, el conde de Aranda, para poblar la Luisiana y evitar la instalación de los anglosajones, sugirió que el rey Luis XVI pudiera asentar allí a los últimos acadianos que no se habían asimilado en Francia. Las negociaciones con Vergennes (el ministro francés) finalizaron en abril de 1784. España se comprometía a pagar el coste del transporte y Francia se comprometía a pagar las pensiones debidas a los Acadianos. En 1785 siete barcos fueron armados y partieron de Nantes hacia Nueva Orleans. 1.596 acadios fueron transportados en los barcos el Bon Papa y el Saint-Rémy armados por Jean Peltier Dudoyer, la Bergère armada por Joseph Monesron Dupin, la Caroline, capitaneada por Nicolas Baudin, el Beaumont, l'Amitié y la Ciudad de Arcángel. (Wikipedia)

Carlos III y los gitanos

Desde el fracaso de la Gran Redada de 1749 los gitanos estaban sujetos a una situación muy problemática, que se pretendió resolver con una serie de iniciativas legislativas desde 1763, finalmente sustanciadas en la Real Pragmática de 19 de septiembre de 1783, con propósitos claramente asimiladores y de carácter utilitarista, tras dicha pragmática se deja de considerar su origen o naturaleza diferenciada o inferior (raiz infesta); se prohibe el uso de las denominaciones "gitano" o "castellano nuevo" (TENIDAS POR INJURIOSAS); se concede libertad de residencia (excepto en la Corte y Reales Sitios, por ahora) y se permiten nuevos modos para ganarse la vida, incluyendo la admisión en gremios, pero  se prohíben oficios como poseer tabernas o esquilar caballos, de vital importancia para el pueblo gitano; también se prohíben sus vestiduras tradicionales y su "gerigonza" (su idioma diferenciador, el "caló") y una vez más se establece la obligación de asentarse, abandonando el nomadismo; todo ello bajo graves penas a los desobedientes, que serían considerados vagos y sujetos a las penas correspondientes sin distanciación de los demás vasallos (se les aplica el Código General Penal). Se calcula que 6.000 gitanos salieron en libertad por la pragmática de 1749 y otros tantos quedaron pendientes de probar su "honradez".

Las autoridades reconocerán que, «Su Majestad no mandó que se prendiesen y maltratasen aquellos que sólo tenían el nombre de gitanos[...], pero ya ellos habían dejado ese ejercicio y vivían quietos como otros vecinos[...], solamente fue su real intención que se prendiese a los gitanos malhechores, vagabundos[...]pero el efecto ha sido el más injusto, habiendo preso y atropellado muchos buenos vasallos». Aun así, se solicitarán informes secretos de cada gitano a liberar, con un número de testigos de la localidad que atestiguasen la bondad del detenido en cuestión.

Según su lugar de origen, los hombres fueron trasladados, sin juicio alguno, a los arsenales de La Carraca (Cádiz), Cartagena y La Graña (El Ferrol) en condición de desterrados y obligados a «servir al rey de por vida». El trabajo en condiciones de esclavitud serviría para recomponer la maltrecha marina de guerra y para diversas obras públicas. La llegada repentina de tan elevado número de presos provocó que las condiciones de hacinamiento e insalubridad fuesen terribles.

En 1752, con objeto de descongestionar de prisioneros el arsenal gaditano de La Carraca, se ordenó el envío por barco de medio millar de gitanos al arsenal de La Graña. El viaje, azotado por tempestades y epidemias a bordo, acabó con la vida de casi la mitad de los gitanos embarcados.

Su guerra contra el catalán y la defensa del castellano

En los primeros años de su reinado Carlos III emitió una Real Cédula por la que se prohibía el uso de la lengua catalana en todos los niveles de la enseñanza. La real cédula imponía la obligatoriedad de impartir "únicamente en lengua castellana" y advertía de la aplicación de severas sanciones contra los docentes que hicieran uso de la lengua catalana: desde la inhabilitación para ejercer hasta la condena a presidio. Esta ley también afectaba al uso de las lenguas vasca, gallega, aragonesa y asturiana en sus respectivos territorios. 

La prohibición del catalán ya estaba expresada en la Nueva Planta (1717) del primer Borbón -padre de Carlos III.- Pero en la enseñanza se aplicaba, únicamente, en los estudios superiores. La producción literaria, científica y académica en catalán había quedado decapitada. Y se había creado un perverso axioma que asociaba la lengua castellana con los valores de la cultura y de la universalidad de las clases dirigentes, y la catalana con los contravalores de la vulgaridad y de la rusticidad de las clases populares iletradas. Un hecho que, a pesar de la pérdida de prestigio, no impidió que el catalán mantuviera su condición de lengua de las plazas y de las calles del país.

En 1768 Carlos III ya disponía de los resultados del primer censo español efectuado con métodos científicos -el del Conde de Aranda (1768)- que era también una fotografía socio-lingüística que resultó muy reveladora. España censó a poco más de 9 millones de personas. Pero el Principat, el País Valencià y las Illes Balerars sumaban 2 millones de habitantes. Galicia tenía 1,5 millones. Euskadi y Navarra se aproximaban a los 500.000. Y Aragón y Asturias 200.000 respectivamente. La mitad de la población de los dominios peninsulares borbónicos ni hacía uso ni tenía competencia en lengua castellana. Argumento que Carlos III estimó suficiente para girar un cuarto de vuelta la rosca de la represión.

La expulsión de los jesuitas

La expulsión de los jesuitas del Imperio español en 1767, una medida firmada por Carlos III dentro del ambiente hostil hacia esta orden religiosa en la Ilustración, sacudió profundamente la Cristiandad. Al fin y al cabo, la Compañía de Jesús –la mayor orden masculina católica en la actualidad– estaba fundada por españoles y muy vinculada a la historia de nuestro país, desde la Contrarreforma a la evangelización de América. Las razones oficiales para justificar la deportación achacaban a los jesuitas haberse enriquecido enormemente en las misiones, haber intervenido en política contra los intereses de la Corona y hasta perseguir el asesinato de los reyes de Portugal y de Francia. Eran mentiras o, en el mejor de los casos, exageraciones para ocultar una respuesta aún más sencilla: se habían convertido en unos intrusos de su propia casa. 

Bajo la acusación de estar detrás de los motines populares del año anterior –conocidos con el nombre de Motín de Esquilache–, Carlos III firmó la Pragmática Sanción en 1767 que dictaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la Corona de España, incluyendo los de Ultramar y decretaba la incautación del patrimonio que la orden tenía en el imperio. Sin embargo, las verdaderas causas que motivaron la medida hay que buscarlas más allá de las revueltas sociales, donde la implicación jesuita nunca ha podido demostrarse..  Carlos III amplía la persecución

Con gran sigilo, en la madrugada del 2 de abril de 1767, las tropas reales acudieron a las 146 casas de los jesuitas y les comunicaron la orden de expulsión contenida en la Pragmática Sanción. Fueron deportados de España 2641 jesuitas y de las Indias 2630. Los primeros fueron acogidos inicialmente en la isla de Córcega, perteneciente entonces a la República de Génova. Y el Papa Clemente XIII se vio obligado a admitirlos en los Estados Pontificios cuando los franceses tomaron la isla de Córcega.

Los 20.000 esclavos de la Corona

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes  de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

La mitad de sus 20 000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8 500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1 500 restantes estaban alojados en la Península ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6.000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de estas valiosas mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, diez de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

La caza: la gran afición de Carlos III

Y ahora hablemos de su gran afición a la caza y de algunos de sus hábitos.

Cazar era, para Carlos III, el modo de mantener la salud física y el equilibrio mental, escapando así de la “melancolía” (locura) en que habían caído personas de su familia como su padre, Felipe V, y su hermano, Fernando VI. El miedo a volverse loco como sus antepasados lo impulsó a dedicarse cada día al ejercicio físico en pleno contacto con la naturaleza, y gracias a ello llegó a ser uno de los Borbones más longevos que reinaron en España.

Carlos III cazaba tanto, que el historiador inglés William Coxe llegó a decir de él: “su deseo por disparar tiros pronto se convirtió en una pasión dominante que absorbía toda su atención, haciéndole olvidar sus demás ocupaciones (lo que no es verdad). Tanta importancia daba a sus hazañas de cazador, que escribió un diario en el cual apuntaba todas las piezas de caza que se había cobrado. Poco tiempo antes de su muerte, se jactó ante un embajador extranjero de haber dado muerte con su propia mano a 539 lobos y 5.323 zorras“.

“Me parece que sólo hay tres días en todo el año en que no va de caza, y los tiene apuntados en el calendario”, escribe un notable viajero de su época que conoció la corte. “Si esto sucediese con frecuencia, se resentiría de ello su salud. Si se hubiese visto obligado a permanecer en palacio, infaliblemente habría caído enfermo. Ni la tempestad, ni el calor, ni el frío le impedían salir; y cuando se le dice que hay un lobo en tal o cual sitio, no se para jamás en la distancia: recorrería gustozo la mitad del reino por matar esa fiera, objeto favorito de su caza”.

Un rey familiar                                                        

Antes de cenar, el rey, cuando era anciano, iba a las habitaciones de sus nietos para saludarlos y jugar con ellos. Prefería, eso sí, los trabajos manuales: “Era muy mañoso, y se había ocupado cuando joven en trabajar al torno, y el puño de su bastón y otras cosas eran hechas por él”, contó el conde. La cena era también en solitario: una sopa, un trozo de ternera asada, un huevo fresco, ensalada con azúcar, agua y vinagra, y pan mojado en una copa de vino. Llegada la hora señalada, los sirvientes hacían entrar a todos los perros de caza del rey, que los alimentaba personalmente, los acariciaba y abrazaba con sumo cariño.

 

Antes de dormir, Carlos III rezaba durante exactos quince minutos y daba las instrucciones a su mayordomo sobre la hora que lo tenía que despertar al día siguiente: siempre era la misma hora. Agonizando, sabiendo que estaba a las puertas de la muerte, cumplió con la rutina hasta el último momento, dándole la noche del 13 de diciembre de 1788 instrucciones a su mayordomo para que lo despertara al día siguiente, cosa que sabía que no sucedería.

➡️ Nacional ➡️ Historia ➡️ Cultura

Más noticias: