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Dos agentes de la Policía Nacional de espaldas entrando a un edificio.
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Profesionales

Columna de opinión por José Francisco Roldán

Es sencillo interpretar las connotaciones peyorativas a las que puede llevarnos la calificación de una persona como profesional. Su definición, según la Real Academia de la Lengua es: “Persona que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive”. Si acentuamos un poco, nos llevaría a la idea de que esa persona ejerce su profesión con relevante capacidad y aplicación.

Cualquier tarea se distingue, también, entre aficionados y profesionales, si existe retribución, aunque reconocer determinadas capacidades no implica remuneración. Se admite esa cualidad a quienes reciben una formación determinada para realizar tareas complejas y no están al alcance de cualquiera. La preparación, académica, o no, exige tiempo y destreza adecuada para responder con eficacia a los requerimientos.

Lograr una titulación no siempre garantiza el adiestramiento para un ejercicio eficiente, más arriesgado en áreas donde la seguridad o integridad de las personas están en juego. De los profesionales se espera un compromiso en la técnica de ese saber exigiendo mantener un reciclaje constante. De ese modo, se adaptan a los retos que puedan ir surgiendo.

Un especialista que no se actualiza, disponiendo de la titulación inicial, pierde su capacitación y puede provocar verdaderos quebrantos a quienes le piden respuestas. Hay términos añadidos a una palabra para amplían su interpretación. Por eso solemos hablar de la deformación profesional, negativa o no; enfermedad profesional, discreción y secreto profesional.

Hay, por tanto, muchos límites legales para impedir desvelar aspectos, que una empresa exige a sus empleados en defensa del derecho a la propiedad industrial, intelectual o comercial. Conocido es el contrato de confidencialidad para tantos supuestos que podamos imaginar retribuyéndose con sanciones y multas.

En el ámbito oficial, ese secreto profesional está muy ligado a los derechos y libertades de los ciudadanos. Cualquier dato que salga del ámbito específico de alguna responsabilidad administrativa, además, puede alcanzar al honor, lo que podría agravarse como delito calumnia o injuria. Y en esos casos no se puede invocar la obediencia debida, porque suponen una flagrante ilegalidad.

Los ribazos que pueden sobrepasarse en este mundo de la publicidad infecciosa son bajos. La respuesta legal, unida a la interpretación de los encargados de exigir justicia, tienen excepciones, por eso escuchamos intimidades ajenas, según la condición o actividad de los ofendidos. La difusión despreciable del cotilleo patrio sabe mucho de esa lacra social, que tanto se rentabiliza desde los medios de comunicación.

Hay quien reconoce sin tapujos la valía de profesionales del delito, que adaptan sus conocimientos a las nuevas técnicas para sobrepasar con facilidad límites legales. De ese modo ilícito consiguen objetivos lucrativos mayores que un ejercicio profesional correcto y honrado. También se idolatran personajes y modos de ganarse la vida reconociendo el talento de los delincuentes. Y de eso hay mucho en la literatura o el cine, por ejemplo.

Un regusto envidioso se impone al conocer cómo un experto en la trampa acapara dinero a espuertas timando a sus prójimos. Y a esa aureola épica se suele añadir la rentabilidad, indolencia o incompetencia de quienes deberían prevenirlo o impedirlo. El apoyo por omisión de personajes con relevancia pública, llevados por estrategias partidarias o ambiciones inconfesables, incentivan muchas tropelías.

La capacidad de asombro se agota cuando los encargados de cumplir y hacer cumplir la ley, como las autoridades políticas y administrativas, olvidan su sagrado deber para lanzarse sin remilgos a los brazos generosos de la ilegalidad. Demasiados sinvergüenzas, disfrazados de dignidad, se especializan en tareas reprochables. Al conocer técnicas para debilitar la lucha e investigación delictivas, no dudan en interponerlas para su protección.

Un policía que roba o trafica con drogas aprovecha su experiencia profesional, que se torna en deformación, para actuar con más eficacia. Un fiscal, apresurado por la sospecha, sabe cómo protegerse frente a la investigación, que no facilita y entorpece del modo que haría cualquier avezado componente en una banda de profesionales.

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