Prelación
Columna de opinión por José Francisco Roldán
En demasiadas ocasiones, la propia naturaleza ha establecido un orden riguroso en la vida y desarrollo de los elementos que la conforman. El riguroso mandato imperativo ha sido cuestionado sistemáticamente por el progreso de una civilización empeñada en cambiar todo y a costa de mucho. No es complicado imaginar la tremenda respuesta que suele ofrecer resistiéndose a que alguien disloque ese orden de prelación. Lo primero siempre ha sido antes, pero los avances científicos, en ocasiones, han sido descarados en su afán por trastocar ese principio.
La colocación sistemática de las decisiones en el ámbito personal suele enclaustrarse en la intimidad y sirven para orientar el pensamiento. Pocos suelen tener capacidad para entrometerse en la esfera profunda de la personalidad, sujeta con rigor por la conciencia y un ordenamiento ético, moral y legal. En el desarrollo social ha sido prioritario seleccionar las opciones más beneficiosas para una colectividad dispuesta a progresar. Esa dinámica del orden ha venido impulsando el corpus legislativo con el que organizar y controlar. Suele optarse por la mejor manera de hacer las cosas y en su momento adecuado.
La historia se ha dedicado a recordarnos cuán importante ha sido el sentido común y la capacidad de los dirigentes. Los protocolos han servido para situar decisiones en un listado de preferencias con el que proteger sociedades imperfectas. Dentro de esos colectivos humanos, los responsables, elegidos o no, tienen la obligación ética de resolver retos mediante la adopción de medidas en el orden más justo. No siempre ha sido así, por eso las hemerotecas suelen desnudar comportamientos y dejar en evidencia a los incapaces o malvados.
Cuando las reglas se ajustan al mejor modo de hacer las cosas, no habrá seres justos legitimados para cambiarlas. La toma de decisiones buenas y justas determinan el acierto seguro, si cuentan con las variables tiempo y espacio. Una opción buena intempestiva no servirá para nada, como una justa fuera de lugar. En las relaciones sociales se repiten errores a la hora de componer incorrectamente una prelación.
Y en la acción política es imprescindible la cordura, competencia y capacidad de quienes ajustan su comportamiento a las reglas o al bien común. Desgraciadamente, y con mayor insistencia de lo normal, nuestros gobernantes suelen olvidar que lo importante suele ir delante de lo que no lo es. Distinguirlo supone un reto para los que traicionan el sentido común y alteran al ordenado puzle de lo correcto.
La falta de respeto suele estar relacionada con la manipulación en una prelación de lo sencillo. Cuando una mayoría de ciudadanos coincide en considerar adecuado algo sensato, la tergiversación interesada de sus dirigentes desprecia el mandato ético y legal reconocido. No interponer medidas para prevenir cualquier descalabro supone alterar la prelación de lo imprescindible. El colmo se concreta en las estructuras jerarquizadas, que suelen estructurarse con el imperio de la ley.
Un gobierno no puede alterar la infranqueable fortaleza de una norma, además de respetar su rango. Y en eso estamos conociendo medidas arbitrarias e injustas, que afectan a las legítimas expectativas de quienes optan legalmente a determinados puestos oficiales. Una discrecionalidad desmorona el poder de lo cabal, porque el responsable de turno olvida lo justo para imponer su criterio, lógicamente egoísta.
El director Adjunto Operativo del Cuerpo Nacional de Policía, que alcanzó la edad de jubilación, no debería haber visto prolongado su mandato por decisión política. Esa mala opción ética, moral y legal derrama desprecio a quienes podían optar al puesto en calidad de funcionarios en activo. Pareciere que se decide mantener a un leal y obediente político, que acepta el privilegio olvidando a sus compañeros de profesión. Conoce de sobra que ese nombramiento, además de disfrazar la variable temporal, trastorna el rango legal previsto.
Ayudar sin medida a unos con detrimento de otros traiciona el imprescindible respeto a la justicia y a la igualdad. Regalar recursos y medios a potencias extranjeras dejando a un lado las limitadas o precarias condiciones de los ciudadanos propios no es más que traicionar un orden de prelación.
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