Cómo ocurrió el 'crimen del siglo': El parricidio de los Alexander ligado a una secta
El triple crimen de la familia Alexander en diciembre del 70 en Tenerife marcó desde entonces la crónica negra española
Eran los días previos a la Navidad y a la llegada del invierno. Antes del fuerte frío ya estaban las casas decoradas y podían escucharse los primeros villancicos.
Era una tarde tranquila del diciembre de 1970 en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Lo que pintaba ser una postal de calma y belleza isleña, se convirtió en el escenario de uno de los episodios más macabros de la crónica negra española.
En el número 37 de la calle Jesús Nazareno, había una casa que no había llamado demasiado la atención hasta entonces. Un hogar donde el tiempo pareció detenerse para siempre.
Allí vivían, procedentes de Hamburgo, Harald Alexander, su mujer Dagmar y sus hijos, Marina, Petra, Sabine y Frank, el único hijo varón.
Sectarios de la Sociedad Lorber
Harald había sido seducido por las doctrinas de la Sociedad Lorber. Un grupo esotérico de carácter gnóstico-cristiano que prometía redención espiritual, pero sembró, en su caso, las semillas de un fanatismo irracional.
Harald interpretó las profecías de la secta como que él era el "elegido" y, por tanto, su hijo varón sería el “mesías”, el encargado de salvar a la humanidad.
Jakob Lorber fue un profesor austriaco que, con 40 años, comenzó a escribir lo que “su voz interior” le dictaba. Unos escritos de 30 libros que se conocían como La Nueva Revelación, dictados de manera directa por Dios. El objetivo de estos escritos era tratar de alcanzar la perfección y convertirse en los verdaderos hijos de Dios mediante el Renacimiento espiritual.
Harald vivió un giro significativo en su vida al integrarse en la secta, presionado por el chantaje de una mujer que había descubierto su infidelidad hacia su esposa.
La Sociedad Lorber promovía enseñanzas centradas en la sexualidad, la alimentación, la religión y su particular concepción de la mujer. Unas ideas que difundían en distintas iglesias de Hamburgo durante los años sesenta.
En una de estas iglesias, a la que asistió acompañado por esa mujer, Harald conoció a Georg Rihele. Era uno de los líderes encargados de guiar a los miembros y de asegurar que se mantuvieran fieles a las normas del grupo.
Rihele sostenía la creencia de que las mujeres eran impuras. Una idea que Harald adoptó y trasladó a su dinámica familiar al integrarse de manera plena a la secta. La influencia fue tan profunda que Dagmar, Marina, Petra y Sabine llegaron a normalizar los preceptos del grupo.
Rendición al pequeño Frank, el soberano
Frank fue el último de los hijos de los Alexander y único varón. Por ello, ya desde muy pequeño era honorado por su familia como si fuese Dios, siguiendo los estatutos de la secta. Todos en su casa se rendían a los pies del pequeño Frank que tenía el papel de ‘soberano’.
Apenas estaba en la adolescencia cuando empezó a abusar de manera física y sexual tanto de su madre como de sus tres hermanas. El papel de las mujeres de su familia quedaba en un segundo plano. Su padre permitía esos abusos incestuosos para evitar que fuesen relaciones con alguien ajeno al núcleo familiar.
Aún vivían en Alemania cuando ocurrían estos aberrantes sucesos que se hicieron públicos. Por ello, se vieron en la necesidad de huir ante una inminente detención de las autoridades alemanas.
Y llegó el horror
El fatídico 16 de diciembre Sabine, una de las hijas, había salido temprano para trabajar en la consulta de un médico alemán. Aquello le salvaría la vida.
Dentro de la vivienda Harald interpretaba cánticos al acordeón. Frank, de 16 años, vería un destello de maldad en la mirada de su madre, por lo que se desató el terror.
Armado con una percha de madera, golpeó brutalmente a su madre Dagmar hasta que cayó al suelo, inerte. Harald, mientras tanto, seguía rezando, acompañando la violencia de su hijo con una banda sonora ritual que rozaba lo surrealista.
El horror no terminó ahí. Marina y Petra, las hermanas menores, también fueron víctimas del frenesí de su hermano. Al igual que su madre, no opusieron resistencia.
Era evidente como les habían influido los años de manipulación psicológica a sus espaldas, para anular cualquier voluntad de defensa para sobrevivir. Sus cuerpos fueron mutilados de forma grotesca. Para el padre y el hijo fue una purificación necesaria.
Tras los asesinatos, ambos se ducharon con calma y destruyeron los pasaportes de la familia, sellando simbólicamente la tragedia. Después, se dirigieron al sur de la isla, para buscar refugio en una pensión.
Fue al día siguiente cuando contactaron con Sabine a través del doctor Walter Trenkel, el jefe de la joven. Harald confesó el triple parricidio con una frialdad escalofríante. Sabine abrazó a su padre y a su hermano tras enterarse, y el doctor Trenkel llamó a la policía.
Cuando la noticia salió a la luz, las Islas Canarias quedaron paralizadas. No se hablaba de otra cosa en los mercados, en las plazas o en las redacciones de los periódicos. El caso, bautizado como 'el crimen del siglo', cruzaba cualquier límite conocido de violencia familiar y fanatismo sectario.
El juicio que les llevó a un psiquiátrico
Fue en marzo de 1972 cuando se celebró el juicio. La defensa de los Alexander pedía el internamiento de ambos en un centro psiquiátrico, mientras que el fiscal pedía la pena de muerte, por entonces en vigor, para el joven.
Harald y Frank fueron declarados inimputables por sufrir alteraciones mentales severas. “Enajenación mental”, dictaminó el tribunal, y ambos fueron internados en el hospital psiquiátrico de Carabanchel.
Durante las sesiones judiciales, Frank mostró una actitud desafiante, mientras que Harald parecía completamente desconectado de la realidad. Los peritos determinaron que el padre sufría de esquizofrenia crónica delirante, mientras que el hijo presentaba un trastorno inducido por la influencia paterna.
En Carabanchel la situación era casi tan aterradora como los crímenes que los llevaron allí. Los pacientes psiquiátricos convivían con reclusos comunes, quienes, en muchos casos, se encargaban de su cuidado. Las negligencias eran frecuentes, y los informes de maltrato, sobredosis de medicamentos y condiciones insalubres eran más que habituales.
Harald, en su delirio, aseguraba que el arcángel Gabriel le hablaba y justificaba sus actos como parte de una misión divina. Por su parte, Frank comenzó a mostrar signos de arrepentimiento, aunque nunca logró superar completamente las secuelas psicológicas del fanatismo inculcado por su padre.
Su estancia en Carabanchel solo duró dos décadas. Ya que, en los años noventa, padre e hijo lograron escapar.
A pesar de una orden internacional de búsqueda emitida por la Interpol en 1995, nunca fueron encontrados. Algunos informes sugieren que regresaron a Alemania, pero su paradero exacto sigue siendo un misterio.
Sabine, la única superviviente de las mujeres Alexander, también desapareció de la escena pública. Existen rumores de que se convirtió en monja en un convento alemán, aunque otros afirman que buscó una vida nueva en el anonimato.
Mientras tanto, el caso de los Alexander permanece como un oscuro recordatorio de hasta dónde puede llegar el fanatismo delirante con influencia familiar. La casa de la calle Jesús Nazareno ya no existe, pero su espectro persiste en las memorias de aquellos que conocieron la tragedia.
El crimen del siglo sigue siendo una herida abierta en la historia de Tenerife, una advertencia sobre los peligros de las creencias desquiciadas y la manipulación emocional llevada al extremo
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