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Estación de Atocha, alrededor de las 15:00 AM del 28 de Abril tras el desalojo SUCESOS

Así vivimos el histórico apagón: Crónica del día en el que Madrid dejó de latir

Relatamos cómo fueron las primeras horas del caos eléctrico que provocó colas kilométricas y colapsos en toda la capital

El lunes fue un buen día para 'morir'. O al menos para perderse en el epicentro del 'Apocalipsis logístico' que convirtió Madrid en una maqueta distópica a escala 1:1. Como esas películas del fin del mundo que arrasaban taquillas o las series al más puro estilo 'The Walking Dead'.

Yo solo quería acompañar a un amigo sevillano a coger su AVE desde Atocha, después de un fin de semana de videojuegos y resacas mal gestionadas en un Madrid Arena que rugía con la LEC y convertía la capital en la nueva meca de los esports. Lo que empezó como un gesto amistoso, terminó en una odisea eléctrica donde la lógica, la cobertura y hasta la paciencia se fundieron con el último chispazo.

A eso del mediodía, con las fuerzas por los suelos y el hambre clavando el colmillo, salí a por pan. Error. Con una barra bajo el brazo y una bebida energética como desayuno, zas, blackout. Ni luces, ni datáfonos, ni futuro. El supermercado se quedó a oscuras. Pensé que era algo puntual. Lo pensé durante exactamente los tres minutos que tardé en volver a casa, hasta que confirmé que también se había sumido en la penumbra absoluta. Sin pan, sin electricidad y sin tiempo.

Llamé a un familiar, mi tía, que vivía en Móstoles, a ocho minutos en coche. La llamada se cortó. El AVE salía en dos horas.

Plan A: ver si el metro funcionaba. No estaba lejos de mi casa, y mi barrio no es tan importante como para que nuestra línea deje de ir. Pero mientras bajábamos las escaleras, mi egocentrismo de crisis dio un vuelco. Algo pasaba. El sur de Madrid parecía víctima de un sabotaje de ciencia ficción. Pero Madrid no es el centro del mundo, y la vida nos lo volvió a demostrar. Sevilla estaba sin luz. Lisboa, sin luz. Todo estaba sin luz.

La boca de metro era un agujero oscuro del cual la gente salía con caras desubicadas. El AVE salía en una hora y media.

Sin esperanza, volvimos a casa. Y como un milagro digno de una serie de cabecera, mi tía apareció con su coche justo cuando llegábamos al portal. Había otra opción.

Plan B: migas y resignación. Preparamos un bocadillo y decidimos lanzarnos a la carretera. Rumbo: Atocha. Transporte: lo que se moviese. Energía: cero.

El camino a Madrid fue un desfile de coches atrapados en un atasco infernal, como un embotellamiento bíblico al ritmo de cláxones histéricos. Me encendí un cigarro como si fuera el último antes del fin. El calor nos golpeaba, los motores hervían el horizonte. Madrid era un infierno desde aquí, como un presagio irónico. Un chiste de mal gusto que solo entiendo mientras os escribo esto. La M30 estaba cortada. Al parecer, todo estaba colapsado. Poco a poco, la capital se convertía en un cuello de botella a punto de estrangularse.

Estación de Atocha, alrededor de las 15:00 AM del 28 de Abril tras el desalojo

Atocha, 14:20. Llegamos. Tarde. Pero el tren aún no había salido. Respiramos. Error otra vez. La estación era un teatro de evacuación. Gente fuera, puertas cerradas, luces muertas. Y entre todo eso, un trabajador con la mano sangrando. La distopía ya no era ficción. Era nuestra nueva normalidad. Nadie sabía nada. Ningún responsable quería saber nada. Nada. Sin información, sin teléfonos, sin nada.

la Estación de Atocha a las 14:30 de Lunes 28 de Abril. Durante el apagón de españa

Decidí volver a casa. Resignado. Él se quedaría esperando noticias del tren. O de la luz. O de algún milagro. A mí me esperaban dos horas más de atasco, esta vez en dirección contraria. Al llegar, sin luz y sin contacto, caí rendido en el sofá, deseando despertar de un mal sueño.

la Estación de Atocha a las 14:30 de Lunes 28 de Abril. Durante el apagón de españa

Desperté hora y media después. La radio vomitaba noticias en bucle: Madrid colapsado, transporte paralizado, viajeros atrapados. Mi amigo, solo y desubicado, era ahora mi responsabilidad. Mochila, agua, botiquín y a la calle. Segunda expedición, esta vez desde Móstoles. El metro: muerto. Renfe: un rumor. Los buses: una ruleta rusa. M50: Colapsada. M40: Colapsada. M50: creo que sabéis como estaba.

Con un hilo de batería, le escribí: “No te muevas de Atocha. Voy a por ti.” No tenía señal. Ni manera de llegar. Subí a un bus que tardó más de una hora y media en llegar.

A las 21.00 pude llegar a  Cuatro Vientos. A Pío ya no llegan buses, desde hacía meses. Segundo destino:  Plaza Elíptica. Mientras llegábamos, una marabunta humana venía a pie desde Argüelles, cruzando media ciudad como una procesión pagana hacia la esperanza. Parecía una peregrinación sin santo.

Un grupo de personas se congrega frente a la entrada de una estación de transporte público llamada Plaza Elíptica, bajo una estructura moderna con paredes rojas y techo de vidrio.
Imágenes tomadas sobre las 21:00 en Plaza Elíptica | Jonathan Alonso González (@noizxiii)

Plaza Elíptica  era la frontera de un país en guerra. La guerra se libraba en la puerta de las dársenas: gente gritando, seguridad desbordada, viajeros implorando información que nadie tenía. El caos con forma de estación.

Finalmente, logré llegar a Atocha a las 22:30. La estación, cerrada. Dentro, sombras humanas acurrucadas como supervivientes de una guerra nuclear. Una chica con gorra salmón se convirtió en mi aliada. Le grité el nombre de mi amigo a través de la rendija. Ella lo replicó a voz viva mientras se quejaba de lo poco que le quedaba de garganta. Pronto, docenas de voces lo coreaban. Su nombre retumbó como una plegaria. Milagrosamente, volvió la luz.

Personas descansando y esperando en una estación de tren, con equipaje y máquinas expendedoras de boletos visibles.
imágenes tomadas la noche del lunes 28 de abril | Jonathan Alonso González (@noizxiii)

La policía municipal, que no sabía ni por dónde entrar, se sorprendía. Nosotros también. Al rato, pudimos entrar. No encontré a mi amigo. Caminé, corrí, pregunté, me infiltré. Nada. La gente estaba asustada, tumbada contra las paredes, desconectando cualquier cosa de la estación para enchufar sus móviles. El capítulo apocalíptico ya no era espectacular: era molesto.

Todos mis intentos eran callejones sin salida. A la una de la mañana, exhausto, regresé a casa con su foto en la mano. Él seguía perdido. La batería, muerta. La esperanza, desangrándose lentamente.

Un grupo de personas se encuentra reunido en una estación de trenes cerca de máquinas expendedoras de boletos algunas están sentadas en el suelo mientras otras están de pie y hay equipaje disperso a su alrededor.
imágenes tomadas la noche del lunes 28 de abril | Jonathan Alonso González (@noizxiii)

Cogimos un taxi a Móstoles. Era más fácil volver a Madrid desde allí, así que haría noche. Sabía que debía dar constancia a sus padres. “Hola, su hijo se ha perdido por Madrid, no sé dónde está”. Era una locura.

Mi mayor pesar del día era que había ido a una universidad cerrada. Y volvía a casa a las dos de la mañana tras un apagón internacional. Era para reírse.

Llegué a casa de mi tía y esperé a cargar el móvil. Di la voz de alerta por nuestro grupo de amigos. Estaban preocupados por nosotros. Yo les di el remate final. Seguido, volví a hacer el amago de llamarle. Seguía sin llegarle nada. Pero tampoco podía hacer más.

Y entonces, a las 2:00 h, una llamada. Su voz. Estaba vivo. Lo habían echado de Atocha. Vagó por el Retiro. Terminó en Chamartín, con un grupo de jubilados andaluces que también buscaban la salida del infierno. Una taxista embarazada los llevó hasta Córdoba.

Desde allí, aún en una ciudad sin luz, usó su móvil como linterna. Sin saber cómo ni por qué, logró recibir mi llamada. Me colgó. Habló con su padre. Volvió a casa. A salvo. Milagrosamente.

Yo llegué a casa a las 8:30 de la mañana. Había salido un día antes por pan. Volví arrastrando los pies como quien regresa de un bombardeo emocional. Las calles seguían en pie, sí, pero algo en mí se había venido abajo. La ciudad, que tantas veces se muestra indomable y vibrante, aquella noche fue gris, hueca, casi cruel. Madrid sin luz no era una postal romántica: era una trampa. Era como el mundo, “un gato jugando con Australia”. Sin mapas, sin trenes, sin certezas. Solo ruido, calor, confusión y un silencio subterráneo que te arañaba el pensamiento.

Pensé en Michael Bay, en sus películas de explosiones, caos y héroes que salvan el día en el último segundo. Qué fácil parece el desastre en el cine. Qué mentira. En la vida real el caos no tiene banda sonora ni cámara lenta. En la vida real, el caos te bufa las ganas, te araña el pecho, te obliga a improvisar cuando ya estás agotado. Te da cariño cuando se acuerda de ti y se aleja cuando lo necesitas. El mundo es un gato. Madrid es un gato.

Y sin embargo, hay algo perversamente bello en ese derrumbe. Porque cuando todo se apaga, también se despejan las máscaras. Descubres quién corre, quién espera, quién grita tu nombre, aunque no te conozca. Descubres que resistir no es épico, es simplemente ‘Supervivencia’. Que perder el control no siempre es el fin, a veces es el comienzo de algo más honesto.

No salí por pan. Salí para tropezar con un gato y descubrir que incluso ahí, entre los restos, la vida sigue sabiendo cómo sorprenderte. Que a veces perderlo todo durante unas horas es la única forma de entender cuánto podemos aguantar sin rompernos del todo.

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