
El imprescindible vacío social
Columna de opinión por José Francisco Roldán
Para cualquier sociedad moderna y avanzada es incuestionable el valor de la justicia social como un valor que garantiza armonía y connivencia, pactada o impuesta paralelamente con la justicia penal. El que manda impone las leyes y decide qué orden debe mantenerse en la comunidad.
Las élites políticas eligen lo que es delito y tratan de eliminar disidencias, aunque si el sistema democrático funciona debe repartirse el poder con otra élite, que gane elecciones o el reparto parlamentario. No hay delito, sin norma que lo tipifique.
Algunos regímenes arbitrarios, como soportamos ahora en España, van moviendo tipos del Código Penal con arreglo a sus intereses partidarios abandonando la mesura intelectual y entregándose a la discrecionalidad. Es poner en la carta de derechos y deberes de la ciudadanía lo que el dirigente de turno necesita en cada envite del juego para obtener el premio del poder.
Las prohibiciones sirven para proteger el libre ejercicio de los derechos, por eso se debería esperar una retribución legal ponderada. La corrupción política, como medio de promoción social, no es más que una aberración del ejercicio del poder mediante técnicas irregulares, inmorales y legales, que tratan de esquivar la respuesta del ordenamiento jurídico.
La paradoja aparece cuando es el propio gobierno el que patrocina, protege, consiente o impulsa conductas ilegales para canjear favores despreciables. Y en esa vorágine incuestionable de la imposición totalitaria, los que mandan buscan artimañas para justificar cualquier medida. Algunas posturas sociales, en ocasiones, se pasan de frenada al empeñarse en defender al autor de los delitos frente a un supuesto abuso de la autoridad respaldada por la ley.
Nos obsesionamos en otorgar el protagonismo al que infringe las leyes pergeñando medidas protectoras para los que dedican su vida a perjudicar gravemente a sus semejantes. Estamos olvidando lo que debería ser prioritario para defender la convivencia pacífica y el bienestar colectivo garantizando el libre ejercicio de los derechos y libertades de una sociedad.
La victimización secundaria promovida por los poderes públicos lesiona gravemente este principio constitucional. Demasiada gente tiene como primer objetivo la recuperación de los delincuentes otorgándoles un plus de generosidad desmedida en detrimento de los derechos de sus víctimas. Buena cantidad de instituciones se vuelcan en la rehabilitación del antisocial despreciando a los perjudicados por sus fechorías.
Los teóricos de la resocialización, secundados por corazones generosos o vendidos al mejor postor, no hacen otra cosa que tomar partido injustamente. Habilitan sus tareas para conseguir que el autor de un delito no sufra el vacío social, sin plantearse lo que afectó gravemente al ofendido.
En muchas ocasiones, sus víctimas se ven desvalijadas de bienes y sentimientos, abandonados por una sociedad equivocada e injusta. Las sociedades, de alguna manera, han venido luchado contra el delito retribuyéndolo mediante castigos o el desprecio social. Las aberraciones más injustificables se veían contrapesadas con respuestas legales ejemplares. Los ciudadanos ejercían una presión real para que el culpable, aunque hubiera cumplido la pena, decidiera abandonar su población por un insoportable vacío social.
Esa connivencia colectiva, en algunos casos desmedida, propiciaba la venganza en modo deuda de honor. Los corruptos, que aprovechan sus privilegiados resortes del poder, suelen perderse de vista y cambian de ubicación para esquivar las represalias privadas. No faltan episodios de justicia social con la que se responde con rigor a despreciables y escandalosas conductas.
En los últimos tiempos parece que notamos demasiada condescendencia, justificación y protección hacia los que han cometido delitos de prevaricación, cohecho o tráfico de influencias en el ejercicio de su actividad política. De algún modo directo o en diferido se han aprovechado y deben pagar. El que la hace la debe pagar. No deja de ser un principio de justicia, que merece una especial consideración. No deberíamos consentir que los corruptos eviten el imprescindible vacío social.
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