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Fachada del Congreso de los Diputados en Madrid, España, con columnas y una bandera española ondeando en la parte superior.
COLUMNAS

Deslices del descaro

'Deslices del descaro', por José Francisco Roldán

La experiencia y veteranía en la vida nos va proporcionando recursos para conocer e interpretar el modo de comportarse de quienes comparten etapas de existencia o tienen relación con el devenir de la sociedad en la que nos ha tocado o decidimos vivir. El mundo no está pensado para que destaquen los prudentes, pues hay muchos advenedizos apropiándose de ideas ajenas con el fin de sacar rendimiento injusto. No son pocos los que se ven desplazados por gentes de su entorno, o no, que protagonizan conductas ejemplares impostadas.

Nadie está libre de verse infectado de petulantes, que resisten cualquier descalabro para mantener la posición dominante, y no tienen vergüenza alguna cuando se les reprocha su despreciable comportamiento. La vida política regala seres singulares, expertos en la fanfarria más obscena, que sobreviven hasta de las catástrofes sociales, porque saben sostenerse con destreza por el alambre de lo inmoral o ilegal a costa de lo que sea. Los profesionales del medio aprenden rápido el modo de enfundarse el impermeable de la indecencia con el que se protegen y avasallan a quienes osan interponerse en su camino.

Los descarados dominan una sociedad equivocada, que sigue manteniendo el modo cabal de comportarse, y no defiende con decisión la verdad o el respeto a lo correcto. Esos expertos del engaño público, que derrochan falacia por los cuatro costados, se enriquecen disimulando una supuesta preocupación social. Es curioso contemplar cómo el aparente ejercicio de un servicio no es más que una trampa para los que aceptan artimañas enfangadas de desprecio.

Determinados líderes sociales, envanecidos con renovada insolencia, derraman una verborrea insultante para justificarse usando coartadas impresentables. La incontinencia verbal suele traicionar en los momentos menos adecuados, pero, por alguna razón, a pesar de adolecer de veracidad, los descarados sortean el resbalón manteniendo el tipo sin despeinarse. No hay mayor ejercicio del descaro que un atraco a mano armada o una estafa perfectamente argumentada, que invade el espacio o los bienes ajenos para esquilmar al más pintado.

La palestra legislativa es un escenario preferido para contemplar barbaridades verbales que, a veces, reproducen textos aparentemente meditados por expertos a sueldo. Si, además, el que desbarra, tiene altas responsabilidades, aparte del desprecio que irradia, demuestra la ridícula consideración que regala a los contrincantes partidarios. En estos días, cuando los candidatos suelen agotar el repertorio de fábulas sociales relatando toda una sarta de estupideces edulcoradas, los descarados suelen cometer deslices, que se implantan en las hemerotecas para regocijo de oponentes y desconsuelo de tantos ciudadanos, ansiosos por verse representados con dignidad.

Un candidato vasco no fue capaz de calificar como terrorista una dinámica asesina de tantos años, que dejó a España sembrada de cadáveres. Retorcer frases, dictadas por quienes tuvieron mucho que ver con la tragedia de tantas familias españolas, no ha hecho más que reproducir en cada palabra una maldad sin límites. Esos deslices han dejado en peor situación, si es que fuere posible, a quienes blanquearon la herencia de muerte para aliarse con la traición y el deshonor.

Nuestro presidente del Gobierno, que es de todos los españoles sin distinción y por igual, según nuestra Constitución, en una intervención parlamentaria no muy lejana, para muchos de los estaban escuchando, pareció reconocer, mientras reprochaba a la oposición no haberle cedido siete votos, que sacrificó la unidad de España y humillado a la nación para conseguirlos. Con un descaro nacido de semejante desliz leyendo su discurso, probablemente redactado por el más torpe de sus asesores, reconocía abiertamente que vendía a España por siete votos, porque se los cedía la parte más sectaria del Congreso de los Diputados. De ese modo infame lograba la suma precisa para gobernar. Sin decirlo, pero era evidente, anunciaba que los españoles tendrían, al menos, dos categorías, con arreglo a la extorsión adecuada nacida en regiones muy definidas del territorio nacional.

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