
Amnistiar la traición
Columna de opinión por José Francisco Roldán
Nunca más que ahora es conveniente detenernos en considerar la traición desde aspectos anclados en precedentes ancestrales. Suele valer para dar sentido al perverso ejercicio de la deslealtad, predispuesta a canjearse por cualquier precio. La ansiosa necesidad de poder, que permite manosear emulsiones de riqueza, arrastra a determinados políticos por el derrotero más infecto para venderse.
Solapar semejante conducta despreciable supone inventar una larga retahíla de trolas, que deben corear los adeptos y esos mendrugos de siempre, empeñados en cantar las bendiciones del que les da de comer.
Recuperamos un proverbio, que viene al caso con estruendo: “Cuando somos honrados, estamos a salvo del mal; pero a los traidores su ambición los domina. Cuando mueren los malvados, mueren con ellos su esperanza y sus sueños de grandeza. A los malvados les cae la desgracia, pero los buenos quedan a salvo. Regresamos a los tiempos de Roma antigua, cuando César decía: “Amo la traición, pero odio al traidor".
Los estudiosos del asunto no dudan en afirmar que en política se justifican hechos perversos siempre y cuando lleven al beneficio. Aunque no debemos olvidar que el traidor supone un riesgo para quien se aprovechó de su maldad. La conducta de nuestros actuales gobernantes obvia el costo moral que puede suponer lograr sus objetivos.
Construir las relaciones deben llevar a definir las prioridades, además de afianzar el liderazgo. Abandonamos la ética para avasallar el presente sin asegurar la estabilidad a largo plazo. Para una sociedad como la española no sirve acaparar poder personal a toda costa. Sino respetar valores esenciales para conformar el éxito colectivo, que inspire confianza y respeto.
Los traidores a España no pueden asegurar que su futuro pueda ser benévolo, sino todo lo contrario, y tratarán de escurrirse de la retribución legal, como ya han hecho otros.
Es curioso comprobar cómo se han escondido bajo la protección de la Unión Europea, paradoja indigna, que repudia el respeto y colaboración judicial entre naciones afiliadas a ese espacio común. El pertinaz guiño a la ilegalidad transformando normas para canjear votos por impunidad no es otra cosa que amnistiar la traición. De nada sirve la hemeroteca cuando una banda de sicarios de la palabra y obtusos adocenados de ideología ignoran comportamientos desleales.
No hace tanto tiempo que escuchábamos a nuestros líderes gobernantes asegurar que la amnistía era absolutamente anticonstitucional. Otros insistían con vehemencia sobre el asunto calificando las exigencias de los golpistas como inconstitucionales. Sus voceros parlamentarios coincidían en la misma consideración hasta que se puso en el mercado un respaldo imprescindible para mantener el poder.
La ética de esos líderes de pacotilla se derramaba con la babosidad de sus asquerosas comisuras labiales. La deslealtad afectaba con descaro a determinados rictus fingiendo solvencia legal. El exiliado de Waterloo insiste sobornando voluntades de quienes están obligados a defender el compromiso adquirido, repetidas veces, con la sociedad a la que deberían defender.
Mientras, disimulaban una supuesta legalidad constitucional tejiendo la estructura criminal de una banda organizada para enriquecerse. Los gobernantes perversos suelen manipular la actividad legislativa para adaptarla a su amnistía, porque así esquivan la retribución prevista.
Nadie imaginaba, ni los propios votantes y adeptos socialistas, que la deslealtad podría llegar a estos colmos de la desvergüenza, donde una interpretación interesada supera la voluntad de los constituyentes, que dejaron bien clara la imposibilidad de una amnistía.
No ha habido dudas en todos estos años, donde nadie medianamente justo podía haberse imaginado una traición así. Pero ha sido un tribunal plagado de intereses bastardos quien ha desmochado la previsión suprema para doblegarse a los objetivos de una armadura organizada.
No podemos pasar de largo semejante comportamiento sectario, más propio de intransigentes sin respaldo legal alguno, que se arrogan la facultad de torcer la Constitución para beneficiar a un gobierno desleal. Los pueblos antiguos restablecían el orden, que ahora se conculca, con rigor, sin miramiento alguno.
Ahora, cuando nos consideramos respetuosos con el ejercicio democrático moderno, soportamos esta deriva autoritaria justificando otros modos de gobernar y aguantar la imposición de normas, que superan el ordenamiento, para amnistiar la traición
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