26 de abril de 2024
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FIN DE SEMANA
Patio de columnas

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Lucio Séneca

Yo fui ministro de Stalin

Bien, amigos, pues ya tenemos en la Moncloa al nuevo Frente Popular. Ochenta y cuatro años han tenido que pasar para que los comunistas vuelvan al Poder y al Gobierno. Naturalmente lo que vayan a hacer a partir de ahora no lo sabremos hasta que pase un tiempo, pero como sí sabemos lo que hicieron los comunistas en aquel Gobierno de septiembre del año 1936, que presidió Francisco Largo Caballero (Secretario General del PSOE y enfermo de la “Hybris”, como el señor Sánchez) he acudido a la “Memoria Histórica” y al baúl de mis recuerdos para repasar lo que dejó escrito (y que la editorial “Gregorio del Toro” publicó en 1974) y releer las dos impresionantes obras que escribió Jesús Hernández, el primer ministro comunista de la Historia del PCE (Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes): “Yo fui un Ministro de Stalin” y “En el país de la gran mentira”. Vicente Uribe fue el otro ministro comunista.

Les aseguro que se lo pasarán bomba leyendo las “Memorias” del hombre que puso en marcha en España el “Agit-Pro” (agitación y propaganda) y dirigió durante toda la guerra la publicidad y la propaganda del Partido Comunista, como editor y director del “Mundo Obrero”, el órgano oficial del Partido… y les aseguro que descubrirán, sin manipulaciones y sin mentiras, lo que fue la intervención rusa en España y entre otras cosas, también, la actividad política de la famosa Dolores Ibárruri, la "Pasionaria".

Eso sí, les adelanto que Jesús Hernández fue expulsado del PCE en 1944 por cantarle las verdades del barquero al mismísimo Stalin en Moscú.

Por su interés les reproduzco unas páginas de “Yo fui un ministro de Stalin”:

 “Aquel día (18 de febrero) estaba citado a comer con el secretario general del Partido Comunista, José Díaz. Era una comida privada. Díaz tenía interés en cambiar conmigo algunas impresiones acerca de un tema político que había suscitado la noche anterior una agria disputa mía con los consejeros de Moscú. Las cosas habían sucedido así: En la casa del Partido había encontrado a José Díaz y a sus dos inseparables consejeros soviéticos, Stepanov y Codovila.

—¿Cuántos diputados tenemos seguros? —pregunté.

—Hasta ahora dieciséis —respondió Díaz sin ocultar su satisfacción.

—No son muchos, pero son casi todos los que logramos que nos aceptasen nuestros aliados —comenté.

—Estos marrulleros socialistas han cargado con el santo y la peana. Nos han tratado como a parientes pobres —dijo Codovila, muy afanado en limpiar la nicotina de su pequeña pipa.

—Pero ahora van a saber lo que es la tribuna parlamentaria utilizada revolucionariamente por los comunistas. ¡Se acabaron las apacibles digestiones de nuestros «compañeros de ruta»! —apostilló Stepanov, riendo y mostrando sus dientes amarillos del tabaco.

—¡Hombre! No creo que nuestras tareas en el Parlamento tengan por finalidad aguar la fiesta a los socialistas. Para mí será más agradable pelear con los cedistas que con nuestros amigos del Frente Popular —dije.

—¡Cuidado, Hernández!... ¡Cuidado con las ilusiones! —replicó Stepanov—. Los socialistas querrán volver a la euforia del 14 de abril de 1931 y tendremos que apalearlos para que empujen la revolución hacia sus finales consecuencias.

Y después de una breve pausa:

—Sí, amigos, sí. No cabe duda que en España estamos viviendo un proceso histórico semejante al de Rusia en febrero de 1917. Y el Partido debe saber aplicar la misma táctica de los bolcheviques... Una breve etapa parlamentaria y después... ¡los soviets!

—No creo en la similitud de la revolución de febrero en Rusia con nuestra situación actual en España. Allí existía un pueblo hambriento y fatigado de la guerra; unos millones de soldados andrajosos y desmoralizados por las derrotas, que sólo querían acabar con sus penalidades en los frentes y con una guerra que no sentían ni querían. En Rusia existía un poder autocràtico, despótico, odiado por el pueblo. La consigna de paz y pan era la consigna de todo el pueblo. No fue tarea difícil: a los bolcheviques conquistarse la mayoría en algunos soviets decisivos y acabar con Kerensky, pues Kerensky no acertó a satisfacer esas aspiraciones... ni los bolcheviques quisieron ayudarle.

—Hubiera sido estúpido ayudarle. Nuestra tarea fue la de impedir la consolidación del régimen democrático-burgués, profundizar la crisis revolucionaria, y por esa vía conquistar el poder —replicó Stepanov.

—Ese fue el modo ruso. Nosotros deberemos emplear el modo español

—insistí.

—¡Qué modo español ni qué ocho cuartos! — exclamó enojado Stepanov—. Para los comunistas no hay más que un solo modo, el modo leninista, el modo soviético.

Y ese modo —recalcó— será el modo de ustedes en España.

Miré a José Díaz, que silencioso escuchaba la polémica, y con los ojos me animó a que siguiera.

—Nuestra revolución es una revolución democrática. Todas las fuerzas de esta significación nos hemos unido en un Frente Popular, y entre todos deberemos dotar a España de un régimen de libertad asentado sobre una reforma agraria que acabe con la miseria en nuestros campos, que aumente el bienestar de las clases laboriosas, que liquide las fuertes reminiscencias feudales en nuestra economía, que ponga fin al ejército de casta, termine con los privilegios del alto clero y dé satisfacción a las aspiraciones autónomas de Cataluña y Euzkadi. Estas son nuestras metas actuales en España. Después... después veremos qué caminos se nos abren para un régimen socialista.

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