09 de mayo de 2024
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FIN DE SEMANA

En esta versión operística, con Miguel Ángel del Arco abucheado como responsable escénico, el tenor mexicano anduvo inseguro y falto de carácter

Camarena naufraga ante un sórdido 'Rigoletto' en el Real al que sólo le salva la música de Verdi

El Cierre Digital en Un acto de la ópera 'Rigoletto' en el Teatro Real.
Un acto de la ópera 'Rigoletto' en el Teatro Real. / Foto: Javier del Real para el Teatro Real.
La vuelta de la ópera 'Rigoletto' al Teatro Real no ha sido del todo exitosa. Entre otros aspectos, el mexicano Camarena naufraga en su representación de El Duque en el escenario del Real al que sólo le salva la música de Verdi. Elcierredigital.com recoge la crítica artística de Rafael Ortega correspondiente a la función del ocho de diciembre del 'Rigoletto' presentada en el Teatro Real de Madrid.

Vuelve Rigoletto al Teatro Real. Como buen título de repertorio, lo hace en generosa cantidad: 22 funciones, que al coliseo madrileño le vendrán bien para hacer caja (cosa que a buen seguro ocurrirá), porque luego habrá que cubrir con ella los agujeros (que también ocurrirán) cuando llegue el turno de títulos menos populares (La pasajera, de Weinberg, o Lear, de Reimann, por ejemplo). Tres repartos para esas veintidós funciones, con nueva coproducción del propio Teatro Real junto a la ABAO, el Teatro de la Maestranza y The Israeli Opera.

El responsable escénico del asunto es el dramaturgo madrileño Miguel del Arco. Cabe suponer que cuando los lectores lean esta reseña, correspondiente a la función del ocho de diciembre (día de la Inmaculada, bromas del destino), ya se hayan hecho eco de la división de opiniones que la idea de Del Arco ha despertado.

El propio Del Arco, en el programa de mano, explica tal idea: “Gilda ama de forma natural. Y terminará amando con el mismo empeño desesperado de Antígona, pues, con pleno conocimiento de causa sobre la traición de su amado, elegirá inmolarse para salvarlo. Y este sacrificio de amor, como cualquier otro sacrificio, se convierte en un acto de desobediencia, un acto político. El amor es la auténtica revolución. Solo los deformes mentales contemplan la bondad como algo débil y risible.”

En entrevistas concedidas a los medios, Del Arco se muestra más explícito, y, casi como continuación de su Jauría, decide llevar buena parte del mensaje contenido en ella, derivado del conocido caso de La manada, a la ópera de Verdi. Lo hace desde el principio: el comienzo, juzgado por algunos medios (de significada ideología) como “de gran impacto”, consiste en una mujer corriendo aterrorizada por el patio de butacas con unos individuos, camuflados tras caretas de conejo, que terminan asaltándola en escena justo sobre el comienzo del preludio del acto I. Qué quieren que les diga.

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La ópera 'Rigoletto' en el Teatro Real. /Foto: Javier del Real.

Dice Joan Matabosch, director artístico del Real, en la conclusión de su artículo del programa de mano, que “la tarea del director de escena en una nueva producción es, precisamente, volver a revelar y a diagnosticar la ceguera moral de Rigoletto y su perversa connivencia con el abuso de poder constante del duque, para que la obra sea igual de potente y de incómoda para los espectadores de la época de Verdi y para los actuales. Eso es respetar el legado de Verdi: mostrar que su obra nos sigue interrogando, expresando, golpeando y, quizás incluso, indignando”.

Cabe aplaudir la consideración final de Matabosch en lo que tiene de mostrar que la obra de Verdi nos sigue interrogando, incluso incomodando. Pero cabe también preguntarse si el camino escogido para ello por Del Arco es el más acertado. Para Del Arco, la protagonista es Gilda, la hija de Rigoletto. El bufón queda reducido a un ser realmente miserable y frío, casi incapaz de humanidad alguna, aunque el texto (y la música) digan a menudo lo contrario.

A quien esto firma se le antojó absurdo ya su propio vestuario (ese peto del primer acto, ese gorrito con el que casi parece una vedette venida a menos), pero en realidad es la idea de dibujar un Rigoletto que, más que desgraciado y amargado, parece realmente deleznable, la que no termino de ver digerible, porque, el personaje tiene más de una cara, aunque aquí no lo parezca. También, faltaría más, falta cualquier asomo de humanidad en el Duque, al que, también la música le otorga otra cara, especialmente en el segundo acto, pero que en esta ocasión parece poco más que un macarra.

Es plausible la idea de abandonar una Gilda que resulte meliflua a partir de tanta ingenuidad. Su famoso Caro nome, con toda suerte de cuerpos desnudos acariciándola, no termina, creo, de casar con la ternura de la música. La idea de llevar el segundo acto a un puticlub (porque en eso se transforma la supuesta habitación del Duque que aparece en el original) resulta provocadora, sin duda, como lo es la idea de una suerte de descampado con putas por todos lados, como cabría encontrar, hace años, circulando de noche por la Casa de Campo. Casi mejor el primero, aunque la idea de las telas flotantes, que parece buena de entrada, no parece del todo aprovechada. La cueva de Rigoletto, aunque canija, parece plausible.

La cosa empeora con una coreografía que también pretende provocar (la simulación de felaciones y masturbaciones, por ejemplo) y que, en realidad, sólo consigue resultar, al menos para quien firma, ridícula. Prescindible, vaya. Si a esto le añadimos un vestuario bastante delirante (lo del Duque con batín medio desabrochado luciendo pelo en pecho y calzando botas de caña alta, mejor lo dejamos para otro día), el cóctel está servido.

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Una de las escenas de 'Rigoletto' en el Teatro Real. /Foto: Javier del Real.

Un cóctel que no termina de dibujar todos los matices y claroscuros de los personajes, y que parece obsesionado en exceso por un solo aspecto de la cuestión: aunque Del Arco apunte al amor como su centro de atención esencial, lo que aquí se respira es depravación y violencia de principio a fin. Yo diría que el amor hay que buscarlo (y encontrarlo) en la música, si es posible, cerrando los ojos.

La cuestión es ¿viene a cuento todo esto? El debate podría ser inacabable entre distintas ideas escénicas de la ópera verdiana: ¿es Rigoletto una ópera que relata de forma más o menos disimulada la cuestión de la violencia machista, como se ha señalado en algunos medios de significada ideología? ¿O es más bien una ópera sobre el abuso de poder de un aristócrata licencioso, y la desgracia que cae sobre quien -Rigoletto, amargado en su propio destino- aplaude su licencia con otras, pero no, faltaría más, con su hija? ¿Es, como señala Del Arco, en realidad una ópera en la que la protagonista es Gilda y el amor que termina profesando al Duque licencioso, y que finalmente le lleva a la muerte? ¿O tal vez una combinación, guardando los debidos equilibrios, de todo ello?

Quizá convendría que, en estos casos, los apóstoles de hacer política con la ópera (asunto que me cansa como no se pueden imaginar), y más en el caso de Verdi, recordaran un texto que escribió a Ricordi en 1847: “Con el fin de impedir las alteraciones que se hacen en los teatros a las obras musicales, queda prohibido hacer cualquier intrusión, cualquier mutilación y, en resumen, cualquier alteración que suponga el más mínimo cambio en mis óperas bajo la multa de cien francos, que exigiré para cualquier teatro donde se haga la alteración". O tal vez otro texto más, también enviado al propio Ricordi, años después: "No puedo admitir, ni en los cantantes ni en los directores, la facultad de creación, que, como he dicho antes, es un principio que conduce al abismo" (entiéndase por “creación”, evidentemente, cualquier distorsión del original del propio Verdi).

Entrando en la cosa musical, en el reparto que se comenta (el primero de los tres que presenta el Real), brilló por encima de todos la soprano rumana Adela Zaharia, que dibujó una Gilda excelente en todo el registro, con matices exquisitos y voz bonita, bien timbrada y segura en su coloratura. Su Caro nome fue sobresaliente, aunque la escena, antes descrita, no se lo ponía fácil, como tampoco lo hizo al final (su absurda muerte en pie). Ludovic Tézier es un barítono de indudable presencia vocal y más que suficiente registro, pero su prestación en el rol que se suponía protagonista quedó a medio camino. Nada que reprochar a su canto como tal, pero su propuesta no logró conmover. Bien es cierto que la idea de Del Arco es justamente esa, un Rigoletto frío y desalmado. Pero a quien esto firma ese retrato le resulta, como poco, incompleto.

Decepcionante el mexicano Camarena en su dibujo del Duque. Más allá de la cuestión escénica, ya suficientemente tratada, su prestación vocal, con bastante inseguridad en los apoyos, especialmente en los agudos, y con alguno de ellos disimulado con una emisión de pretendido dramatismo pero evidente indefinición en cuanto a la nota prescrita. No logró cautivar ni en la archiconocida La donna è mobile, pese a ser ese unos de sus mejores momentos. Suficiente, aunque lejos de lo imponente, el Sparafucile de Simon Lim, y correctos, sin más, los demás.

Sonaron muy bien la orquesta y el coro, bajo la batuta de un Luisotti que, como de costumbre, pareció más atento al ajuste concertador que a la sutileza, aunque en esta ocasión pareció cuidar algo más su tendencia al exceso decibélico. El estreno, según se ha recogido en otros medios, encontró al final sonoros abucheos en la parte escénica cuando salió a saludar su responsable. En la función del día 8 apreciamos una salida, como alma que lleva el diablo, de bastantes espectadores, pero no hubo, al menos apreciable desde mi localidad, abucheo, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que no apareció por allí responsable alguno de la escena. Quizá fue casualidad, o tal vez no.

La música de Verdi es una maravilla. Tanto, que al final, cuando en general resulta plausiblemente servida, como en esta ocasión, es lo que queda, aunque una idea escénica que incluso puede tener aspectos plausibles de entrada, se materialice, como creo que ha ocurrido en esta ocasión, de manera muy desafortunada en su pretendida pero excesiva y equivocadamente monocorde sordidez.

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