19 de mayo de 2024
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FIN DE SEMANA

Guadalupe Sánchez analiza el libro de la antropóloga Carmen Meneses

Viviendo en el Burdel. Diario de una investigadora

La imagen del burdel que se representan quienes jamás han pisado uno suele ser sórdida. Algo así como antros de carretera a los que acude la chusma masculina para saciar su sed de alcohol y sexo con mujeres de malvivir o forzadas por las mafias que trafican con personas. El libro sobre el que versa esta columna, “viviendo en el burdel”, es una enmienda a la totalidad del concepto de prostíbulo que existe en el imaginario colectivo.

Lo primero que aprende el lector es que hay tres tipos de locales y que ninguno encaja en esa caricatura de burdel que proyecta el abolicionismo. La autora de la obra, Carmen Meneses Falcón, que es doctora en antropología social, residió en todos ellos para presentar una investigación que se construye desde dentro. La prostitución, como la vida, alterna luces y sombras.

El trabajo de documentación sobre el terreno que sirve a Meneses para cincelar su diario es inmenso. Una labor que escasea en los discursos y propuestas abolicionistas que pretenden reconducir la prostitución a una cuestión contraria a la moral. A su moral, concretamente. Me refiero a esos argumentos que abordan una realidad tan compleja desde un único prisma: el de la esclavitud. Gente que considera la prostitución algo tan indigno y amoral que el Estado debe sustraerlo del ámbito de decisión de la persona. Creo recordar que fue Olympe de Gouges la que afirmó que “la libertad es elegir tu propia esclavitud, mientras que la esclavitud es no tener opción alguna”. Algo que a menudo olvidan quienes creen que se puede construir libertad arrebatándole a los individuos la capacidad de decidir sobre sus respectivas vidas.

Lo cierto es que, tras el abanico argumental con el que se pretende criminalizar la prostitución desde el abolicionismo, subyace un menosprecio paternalista hacia el libre albedrío femenino. Dan por sentado que las mujeres que comercian con su cuerpo son víctimas de un sistema económico y social que las obliga a mercadear con su dignidad, por más que ellas les repitan hasta la saciedad que no se sienten así. Reivindican de esta forma un empoderamiento femenino preñado de hipocresía, pues no promueve la liberación, sino el tutelaje.

Otra presunción que desmonta la obra de Carmen Meneses es la de las relaciones de poder entre las prostitutas, sus proxenetas y los clientes. Una cuestión íntimamente ligada al consentimiento y a la capacidad de elección. Porque, cuando de la prostitución se trata, el feminismo equivoca completamente el enfoque: mientras que el "sólo sí es sí" es la barrera que separa el sexo consentido del delito, a la prostituta le imponen siempre el “no” como respuesta: no importa el consentimiento cuando la práctica del sexo está condicionada a una contraprestación económica.

El gran problema de los que, desde sus propios postulados morales, persiguen criminalizar a las putas, es que pretenden imponer su concepto y visión de la práctica de la prostitución sin contar con las afectadas y desdeñando absolutamente su cotidianeidad. Dicho de otra forma: quieren regular una realidad que desconocen y que

tampoco se molestan en conocer. Tratan con condescendencia a las putas y con repulsión al resto de involucrados en la actividad.

Meneses huye de estos apriorismos y simplismos, llevando el altavoz a las entrañas de los burdeles en los que se ejerce esa profesión que, para algunos, no debería ser nombrada: un club urbano gallego, un club de plaza y un hotel de citas en la capital. Cada uno con sus propias dinámicas tanto en lo que se refiere a la organización y gestión, como a sus protagonistas.

Quienes se aproximen al libro influenciados por el telón costumbrista que impregna la visión del feminismo posmoderno sobre la prostitución verán comprometidas todas sus premisas conforme avancen en la lectura, en la que no van a encontrar tanto un reto intelectual, como ético y moral. Descubrirán un mundo tan alejado de la academia, de la política y de los prejuicios, que se verán compelidos a cuestionarse postulados que, hasta entonces, pasaban por inmutables. No se ensalza ni se critica, no se endulza ni se exagera, no se adula ni se señala: se relata. Un prisma que se me antoja fundamental en este ambiente de polarización narcotizada, donde nos quieren obligar a escoger bandos sin cuestionar, sin escuchar y sin debatir.

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