Echar la vista atrás resulta muy doloroso. Reverdecen sentimientos, que nos impiden olvidar y perdonar, porque la justicia, aunque sea lenta y desesperante, debería demostrar que lo injusto no ha de vencer jamás. Cuatro años han pasado para recapitular determinados argumentos, que nos hagan reconciliarnos con la memoria. Ya habían muerto muchos conocidos y amigos. Hay viudas y huérfanos, que constatan tantas ausencias. No es necesario regresar a finales de 2019 para comprender la sarta de mentiras que sufrimos, mientras nos estaba matando un virus desconocido y criminal. Por eso partimos de una fecha de referencia.

Fue el 14 de marzo de 2.020 cuando se aplicaba el estado de alarma. Situaba al gobierno central como autoridad competente en todo el territorio nacional nombrando autoridades delegadas a los ministros de Defensa, Interior, Transportes y Sanidad. Era lógico entender que asumía la responsabilidad máxima para enfrentar la pandemia dotando urgentísimamente a la población de los servicios, medios y recursos con los que protegerse.

Cinco días después del confinamiento en España, por cierto, declarado después inconstitucional, moría una enfermera de 57 años que trabajaba en Galdácano; primer fallecimiento en los sanitarios, mientras se contabilizaban numerosísimos enfermos del gremio, sorprendidos por la deficiente previsión, ya que, meses antes, se tenía información al respecto, lo que se calificó como una gravísima irresponsabilidad. Ese día 19, el vicepresidente del gobierno quedaba al frente de la coordinación de los Servicios Sociales. Entre otras funciones, se debía encargar de dirigir el reparto de 600 millones de euros para cubrir las necesidades de los colectivos más vulnerables.

El día 21, se publicaba una orden del Ministerio de Sanidad estableciendo cómo debían organizarse las residencias, usuarios, trabajadores, medidas de limpieza y vigilancia y seguimiento de los casos. Ordenaba dividir a los residentes en grupos en función de su estado asignándoles empleados para prevenir contactos y contagios, pero las autoridades sanitarias competentes de cada comunidad autónoma eran las encargadas de dictar normas para garantizar la ejecución de esas disposiciones del ministerio; y si no era posible mantenerlas en condiciones seguras, con la colaboración de la Delegación del Gobierno, activarían los medios disponibles en su territorio para atajar la situación y, después, notificar todo el proceso a los ministerios de Sanidad y de Derechos Sociales y Agenda 2030.

El 1 de abril fallecía el primer agente del Cuerpo Nacional de Policía. Y el 4 de abril llegaba el primer avión chino con material sanitario comprado en China por el gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid. Eran 1.430.000 mascarillas, 2.200.000 guantes y 72.000 trajes de protección, que se trasladaron al Hospital de IFEMA. Curiosamente, autoridades regionales tuvieron que ponerse en marcha ante la falta de respuesta por parte del gobierno central, que imponía su autoridad legal para monopolizar la adquisición y distribución de materiales con los que proteger a los ciudadanos.

La indolencia culpable, incompetencia e ineficacia del gobierno español, que exigía obediencia y exclusividad, determinó una desesperada carrera de las autoridades regionales para conseguir lo que bien se pudiera con el fin de reducir la terrible deriva de una tragedia que se apoderó de nuestra tierra. Y fue el 8 de abril cuando la comunidad madrileña, que tenía las más altas tasas de mortandad, comenzó a realizar tests rápidos en residencias de mayores. Por su parte, la Fiscalía abría una investigación por las muertes en residencias de Sevilla.

El 14 de abril, el vicepresidente pedía públicas disculpas por haber cometido errores en la crisis del coronavirus. En buena parte de las residencias de mayores españolas fallecieron miles de acogidos. Pocas se libraron, aunque las hubo, pero no es justo concentrar el repudio por estrategia política, porque el desastre estuvo muy repartido. Ninguna autoridad competente, entones rezumando petulancia, ha recibido lo que podría considerarse retribución penal a tantas conductas despreciables. Por eso lanzamos estos reproches en diferido.