
Patio de columnas
Eduardo Gavín
Es injusto

Cada vez que yo de niño, en una comedia de situación americana de aquellas de cartón piedra de los 80, veía a un adolescente gritar “es injusto”, subir corriendo las escaleras y dar un portazo, yo pensaba: “Lo mismo te puede dar”.
Me asombro ahora de lo rápido que se me había instalado el programa de pensamiento español, aquel que enseña desde que uno nace que la justicia es cosa que no ha pasado por aquí ni para unos días de baños en Salou.
Ojo, no hablo de la ley. De eso los españoles sabemos muchísimo. Leyes no paramos de hacer. Desde los romanos llevamos publicando leyes con una cadencia cada vez más seguida. Hoy en día, publicamos un periódico diario llenísimo de leyes sancionadas por SM El Rey, que no debe hacer otra cosa que leer legajos entre recepción y cena.
¿Cómo es este aparente contrasentido posible? Estas leyes no siempre - más bien casi nunca - se han redactado con la mejor de las intenciones que puede tener una ley: la de impartir justicia. Han sido más bien leyes ad hoc, destinadas a poner el dedito en el platillo de la balanza que pillaba más cerca al redactor de las mismas.
Tampoco hablo de la coerción. Policía y sucedáneos hemos tenido siempre mucha y en abundancia. No será la nuestra la policía más presente (apenas se les ve fuera de un coche) ni la más correcta (siempre ese tono condescendiente al usar el vocativo hortera “caballero”), pero no les falta ímpetu cuando van a por el ciudadano transgresor, aquel que no está a la altura de su responsabilidad ciudadana y se ha equivocado en un céntimo en su declaración de Hacienda o a aquel que decide mandar un exabrupto en los toros. Independientemente del motivo, el caso es que no hay justicia en España.
No la hay y me temo que nunca la habrá. Porque, entre otras cosas, los ciudadanos no la desean. Quieren ley, sin duda, para ver si un día el platillo trucado es el que les viene bien y quieren policía, para que actúe con toda su fuerza contra aquellos a los que detestan.
Pero la justicia, amigo, es como un boomerang y si uno la lanza sin motivo y sin razón, se vuelve y le arrea a uno un zurriagazo en toda la napia. Eso nunca es agradable y menos para un español.
A fin de cuentas, el español solo quiere una vida tranquila -entiéndase, sin esfuerzo- y un reparto equitativo de los bienes (de los demás). Para eso, es mejor la ley que la justicia y basta ver que proponer un sistema eficaz de esta, como hizo el señor Pizarro años atrás, lleva al fracaso electoral y al ostracismo político detrás de alguna columna del parlamento. Ese castigo no es tanto para algunos (y algunas), que lo llevan con la dignidad del que se saca un asiento de Paraíso en el Real. Pero un verdadero amante de la justicia (o la ópera) pues se acaba largando para dedicarse a otros menesteres.
Así que nada, que no hay ni puede haber justicia aquí. Eso nos condena a aguantar desmanes y sinsentidos que contravienen nuestra propia fibra moral: Okupas que pueden más que el propietario, terroristas alabados mientras se insulta a sus secuestrados, delincuentes mejor alimentados que pensionistas, exministros rivales creando consultoras sin haber trabajado jamás en otra cosa que sus partidos.
Lo peor, al menos para mí, es que no puedo gritar “es injusto”, subir la escalera y pegar un portazo. Porque no tengo un chalet como los americanos y las puertas de ahora son tan ligeras que cuesta muchísimo que cierren de golpe. Si al menos estuviese en los Estados Unidos...
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