El oro del Rin: otra producción decepcionante en el Teatro Real
Una ópera que nos traslada ¿del vertedero al punto limpio?
Empezando por lo musical, la dirección de Heras-Casado, precisa y enérgica, pareció más convincente que la muchas veces apresurada y bastante superficial de El Holandés errante. Sin embargo, faltó grandeza en momentos del Preludio y en la escena final, intensidad dramática, misterio y tensión en puntos clave (el climax de la primera escena, cuando Woglinde se va de la lengua y Alberich vocifera su renuncia al amor para hacerse con el oro, por poner dos ejemplos), y aunque la prestación de la orquesta fue muy estimable, yo al menos eché de menos más peso en la cuerda, especialmente en la grave, tan importante en esta obra.
Hay que decir, no obstante, que a la brillantez del trabajo de director y orquesta no ayudaba lo que ocurría a nivel vocal en el escenario. Lo mejor del elenco vino de la prestación de Atxalandabaso en su muy convincente Mime (cometido en todo caso breve), junto a los dos gigantes, sobre todo el Fafner de Tsymbalyuk, con buena presencia escénica y vocal pese al absurdo de presentarlos como vulgares albañiles, y el Alberich, de adecuada intensidad dramática, aunque a veces un punto chillón, de un entregado Samuel Youn, el más aplaudido del reparto en todo caso.
Correctas la Freia de Sophie Bevan y la Erda de Ronnita Miller, excesivo el vibrato de Connolly, que no dio la sensación de encontrarse a gusto en el retrato de Fricka. Grises, como el soso y absurdo dibujo de sus personajes, Nolte y Butt Philip como Donner y Froh, y discreto, lejos de deslumbrar, el Loge de Kaiser, que nunca pareció el artero personaje que tantos otros cantantes han dibujado con acierto. Correctas las hijas del Rin, y muy flojo, con una voz que pareció sin cuerpo, volumen ni empaque, con excesivo vibrato, el Wotan de Greer Grimsley, cuya pobre prestación encontró muy comprensiblemente la más fría acogida por parte del público.
El Teatro Real no está ofreciendo producciones de nivel
El balance es que, al menos para mí, desgraciadamente, volvimos a lo que viene siendo habitual últimamente en el Real, muy especialmente en las obras de repertorio: los mimbres musicales no fueron de suficiente nivel como para compensar la patochada escénica que montó Carsen. Porque, en efecto, la producción es, qué novedad, una patochada. En alguna de las críticas aparecidas desde el estreno en la prensa madrileña encontrarán los lectores referencias al contenido político y revolucionario del Anillo, y el propio Joan Matabosch, Director Artístico del coliseo madrileño, defiende en el programa de mano que el anarquismo filosófico de Wagner y su convencimiento de que la humanidad camina hacia su destrucción están en la base del planteamiento de la obra. Algo que puede en principio ser plausible.
Es cierto que la saga se presta a ser contada con libertad, pero también lo es que esa libertad no puede llevarse al extremo de soflamas de ecologismo demagógico barato ni boutades de esas que tanto gustan a los directores de escena y que, no me cansaré de insistir, están alejando a tantos aficionados de los teatros.
Despropósitos continuados
Wagner, además de un compositor extraordinario, podía ser un visionario, no lo dudo. Pero también era, por cierto, un señorito, amante del lujo y del vestir exquisito (sedas y terciopelos nada menos). Y francamente, sobre su vena “ecologista” tengo muy serias dudas. Me cuesta creer que alguien tan hecho a esos lujos, y que escribió muy precisas indicaciones escénicas en la partitura, tuviera en mente un Rin convertido en vertedero y unas hijas del Rin muy atareadas enredándose mutuamente en los cabellos zarrapastrosos y haciendo ostentación de comerse los piojos de las compañeras.
En esta línea de despropósitos, el retrato de los dioses está acompañado de “malos hábitos”, entre los que se encuentra el tabaco (Froh se ventila un par de pitillos en la función) y, vaya por Dios, la práctica del golf. Donner aparece con su bolsa de palos de golf, su martillo es en realidad uno de ellos (en concreto un hierro), y Froh, que parece también interesado, consume buena parte de la segunda escena practicando lo que en golf se conoce como pitch rodado, mientras un mayordomo diligente y sumiso le trae una y otra vez la bola con la que practica en una bandejita. El despropósito golfístico culmina en la escena final, cuando el trueno que despeja las nieblas y marca el comienzo del desfile al Walhalla, es desencadenado por un swing completo de golf, por parte de Froh, que al menos en eso demostró algo de estilo.
Ruidos innecesarios que maltratan la música original
Hay más despropósitos: el Preludio queda maltratado por el desfile de gente tirando basura al Rin (el vertedero). La basura que arrojan hace ruido al caer. A medida que el Preludio progresa, los individuos aceleran el paso y terminan corriendo, con lo que la maravillosa música orquestal queda “acompañada” por un absurdo y ruidoso “continuo” de carreras y ruido de objetos arrojados. La escena del Nibelheim está penosamente resuelta y por supuesto, no hay asomo de todas las “conversiones” de Alberich bajo el hechizo del yelmo.
La representación del Valhalla con una especie de pallets con bloques de hormigón y con obreros trabajando mientras el texto proclama que la obra está terminada es otro absurdo. Y el Síndrome de Estocolmo de Freia sobre el cadáver de Fasolt lo es más aún. Ya les he comentado del uniforme protonazi de Wotan, que no aparece tuerto quizá porque tal vez habría cierta rechifla con Tom Cruise en la película Valquiria. Y podría seguir.
La escena final, con un puente que no existe, una especie de nevada que no se sabe a qué cuento viene, y el consabido ejército de soldados (con su arma reglamentaria, faltaría...) y mayordomos, es la coronación de una producción fea y absurda. Un prólogo de la Tetralogía que no augura nada bueno sobre lo que resta, que además va a venir a ritmo de una obra por año. Tenemos “tortura” de vertedero hasta la temporada 2021. Tal vez terminemos en el punto limpio. La lástima es que en el camino no se recicle la producción entera.
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