'Lear', el estreno de la tragedia de Shakespeare en una gran noche operística
'Lear', la ópera de vanguardia del compositor Aribert Heimann ha conquistado el Teatro Real.
La conocida tragedia de William Shakespeare, considerada y luego descartada en su momento por Verdi, parecía resistirse a pasar al terreno operístico. Sin embargo, Lear se ha convertido en una obra capital del repertorio operístico contemporáneo, y el Real tenía programado su estreno en Madrid en 2020, pero, como algunas otras representaciones previstas, la pandemia malogró el empeño. Cuatro años después, pasada la pesadilla vírica, el coliseo madrileño ha traído al fin a su escenario este título, en una producción de la Ópera Nacional de París, con puesta en escena de Calixto Bieito. Próximamente, el Real recuperará otro título que también sufrió las consecuencias de la pandemia: La Pasajera, de Mieczyslaw Weinberg.
El estreno de Lear en Madrid no ha podido ser más afortunado. La música expresionista, dura, inclemente, pavorosa, desgarrada y opresiva, estupendamente escrita por Reimann, cuyo volumen, a menudo atronador, nunca estorba a las voces, estuvo extraordinariamente servida por un excelente elenco vocal, presidido por el barítono danés Bo Skovhus, que además de muy notable cantante es un actor consumado, que pone el alma en un retrato espeluznante del rey protagonista, el formidable Andrew Watts, que encarnó con pasmosa facilidad al tenor en un papel (Edgar) y al contratenor en otro (Tom el loco), y por una formidable Ángeles Blancas, un torrente vocal que retrató a la perfección a Goneril, una de las pérfidas hijas de Lear.
La propuesta escénica del a menudo controvertido Calixto Bieito fue, en esta ocasión, un acierto pleno, retratando con crudeza la siniestra, tenebrosa atmósfera planteada por la trama y por la música, dibujando una suerte de “Vía dolorosa” para la penosa trayectoria del monarca, decrépito, debilitado y, con la excepción de su hija Cordelia, torpemente despreciada por él mismo al inicio de la obra, profundamente solo. El israelí Asher Fisch, que ya dirigiera en el Real una estupenda versión de la ópera Capriccio de Richard Strauss, condujo de forma sobresaliente a la orquesta titular del Teatro Real, que respondió de manera brillantísima, especialmente en unas secciones de metal y percusión realmente apabullantes. Tragedia devastadora, que se corona, como no puede ser de otra manera, con un festival de muertes, en una gran noche de ópera, de esas en las que todos los ingredientes: música, intérpretes y escena, brillaron a grandísima altura.
Madrid. Teatro Real. 7-II-2024. Lear, ópera en tres actos. Música de Aribert Reimann. Libreto de Claus Henneberg. Producción de la Opéra national de Paris. Estreno en el Teatro Real. Bo Skovhus, Ángeles Blancas, Erika Sunnegardh, Susanna Elmark, Lauri Vasar, Andrew Watts, Andreas Conrad. Ernst Alisch, Sixto Cid. Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Asher Fisch. Puesta en escena: Calixto Bieito.
Una antología de miserias del ser humano
Llevar a la ópera la tragedia shakesperiana del Rey Lear ha sido una idea que ha sobrevolado el mundo de la ópera en diferentes ocasiones, y es muy notorio el caso de Verdi, que anduvo explorando el asunto para finalmente descartarlo. El legendario barítono bávaro Dietrich Fischer-Dieskau persiguió con insistencia a su amigo (y acompañante al piano en más de una ocasión) Aribert Reimann (1936) para que consumara la empresa, algo que finalmente hizo. La obra, estrenada en 1978 (existe grabación del evento, en el sello Deutsche Grammophon, hoy tal vez descatalogada en formato físico, pero seguramente disponible en plataformas), ha pasado a convertirse, con toda justicia, en una obra clave del repertorio contemporáneo. El Real la tenía prevista en 2020, y fue una de las producciones malogradas por el virus, pero que ahora ha visto al fin, afortunadamente, la luz.
Lear es una completa antología de miserias y limitaciones del ser humano, aunque también hay lugar, restringido eso sí, para la lealtad y la conmiseración. Compendio en el que se encuentran ambiciones, intrigas, envidias, traiciones, mentiras y absoluta falta de escrúpulos. También la propia simpleza y decrepitud del monarca, que desde la torpe idea de repartir su herencia entre sus tres hijas esperando paralelos cantos de cariño, solo logra dibujar el mapa de su desgracia y de la tragedia general, malinterpretando el único amor auténtico (el de su hija Cordelia) y abriendo luego la puerta a la carrera desenfrenada de la ambición conduce a todos. Una trama, en fin, tenebrosa, siniestra, que nunca abandona la inquietud y con mucha frecuencia se sumerge en lo aterrador, lo estremecedor.
Música con agresividad y desgarro
La música de Reimann responde perfectamente al reto. Sin entrar en tecnicismos sobre su expresionismo, la dodecafonía o el empleo de clusters, hay que describir la partitura como una mezcla tremendamente exitosa de una tragedia con todas esas atmósferas citadas, con apenas algún ramalazo (especialmente ligado al papel de Cordelia, la única hija verdaderamente fiel del rey protagonista) de lirismo y ternura. Música que habla con contundente agresividad del desgarro y de una debacle mortal que nos abruma con timbres hirientes y volúmenes apabullantes, con una percusión masiva y unos metales rotundos, que son solo una parte de una orquestación de brillantísimo y muy acertado diseño. Música muchas veces angustiada, opresiva, ominosa, aterradora, agresiva, presentada sin concesiones, pero siempre con sentido. Como un sustrato idóneo para una trama de tremebunda y demoledora intensidad.
Trazada con suprema habilidad por Reimann, que maneja el masivo y rotundo contingente, en muchas ocasiones atronador, sin estorbar jamás a las voces (cuidadísimo su ejercicio del balance con ellas), pero sin dejar de exigirlas al máximo. La orquesta, muy independiente, no ejerce en absoluto como soporte para los cantantes, que deben cantar por completo aislados de apoyo, sometidos a tremendos saltos vocales, y también demandados en el volumen (especialmente las dos hijas codiciosas, Goneril y Regan), en una partitura que demanda más de un grito desgarrado (y también muchos pasajes de canto hablado, el sprechgesang). Podríamos poner muchos ejemplos de ello. Quizá uno de los primeros llega sobre las palabras de Edmund: ¿Por qué soy un bastardo?, un grito espeluznante, acompañado de agresiva trompetería. El tremendo interludio orquestal que sigue poco después (primero de un total de 5) es igualmente devastador.
Pero esa apabullante intensidad de música y trama reclama un componente escénico imprescindible. Y lo tuvo la espléndida representación presenciada en el Teatro Real. Acierto pleno en esta ocasión de Calixto Bieito, que propone unas oscuras lamas de madera, como un muro desnudo y siniestro, como único decorado para la parte inicial de la obra.
Esas lamas primero se descolocan, y más tarde se inclinan, unas hacia atrás y otras hacia delante, construyendo el bosque sobre el que vaga Lear, en el que se emplea un efectivo juego de luces. En la segunda parte, las lamas aparecen completamente depositadas en el suelo, y el fondo del escenario se cubre con una proyección en blanco y negro de tintes tenebrosos. Pero la propuesta de Bieito es más austera y sombría, no se recrea en una agresiva crudeza, que queda más retratada por la música. Bieito deja que esa sobriedad retrate la desnuda y desolada impotencia del protagonista, y recurre a simbolismos de gran efecto, como la escena en la que Cordelia sostiene a su padre en los brazos, una evidente evocación de La Piedad de Miguel Ángel.
En este contexto, no pasa de anecdótico el detalle, marca quizá inevitable de Bieito, de situar un señor desnudo en la parte derecha del escenario en la segunda porción de la primera parte de la obra, cuyo significado se le escapa al firmante y, por lo comentado, también a otros espectadores y colegas. No puede ello, en ningún caso, empañar una puesta en escena que conecta a la perfección con música y trama, y que redondea un espectáculo de primer orden.
Enorme impacto
Pero una gran noche de ópera no lo sería si los mimbres musicales no respondieran. Y los escuchados en esta representación lo hicieron a la perfección. Brillantísima la orquesta, respondiendo a las mil maravillas, en todas sus secciones, al mando experto y seguro de Asher Fisch, que no hace mucho ofrecía una espléndida dirección del Capriccio straussiano en este mismo teatro. Irreprochable igualmente el coro. Y entre notable y extraordinario reparto vocal. El protagonista, el veterano barítono danés Bo Skovhus (1962) tiene una presencia escénica imponente. Su voz tiene un timbre de atractivo y volumen suficientes más que deslumbrantes, pero su determinación, la intensidad que pone en su interpretación, le llevan a hacer un retrato realmente conmovedor del monarca (papel que también tiene registrado en la representación de la ópera de Hamburgo de 2014, que dirigiera Simone Young y se encuentra disponible en DVD del sello Arthaus). El siguiente gran triunfador del elenco fue el magnífico Edgar dibujado por Andrew Watts, tenor excelente cuando interpreta ese papel y muy convincente contratenor cuando encarna el fingido papel de Tom el Loco (Watts aparece igualmente en el citado DVD). Realmente formidable su interpretación.
Notables también el tenor Andreas Conrad (que compuso un Edmund realmente perverso) y el barítono Derek Welton, en su más recortado papel de Duque de Albany. Correctísimo el Gloucester del barítono estonio Lauri Vasar (igualmente presente en el comentado DVD), y sencillamente asombroso, en presencia y capacidad de inflexiones, el papel hablado del bufón, encarnado por un Ernst Alisch de... ¡83 años! que demostró estar en plena forma. Entre las mujeres, es obligado destacar la impresionante, arrolladora prestación de Ángeles Blancas, una Goneril de intensidad dramática y presencia vocal impactantes. Muy notable igualmente, aunque sin llegar a ese nivel, la Regan de Erika Sunnegardh, sobresaliente en lo actoral y correctísima en lo vocal.
Susanne Elmark dibujó acertadamente una Cordelia muy bien matizada, para un papel cuyas coordenadas son ciertamente más amables y menos desgarradas que las de sus hermanas. Creo no exagerar si digo que este es uno de los mejores espectáculos que el firmante ha visto en el Real, porque a una partitura de un enorme impacto, que ha alcanzado justa fama en el repertorio contemporáneo, se unieron unos mimbres que la sirvieron de forma realmente modélica, desde la escena al foso pasando por las voces. Hizo bien el público (numeroso, al menos en la función que yo presencié, y entusiasta) en no perderse el acontecimiento. Y ovacionó con bien justificado entusiasmo a los intérpretes.
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