El asesinato de Calvo Sotelo: La intrahistoria del crimen que inició la Guerra Civil
Este miércoles, 13 de julio, se cumplen 86 años del asesinato del político derechista José Calvo Sotelo.
En el día de hoy se cumplen 86 años de la muerte de José Calvo Sotelo, el hermano mayor del dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo y tío de Leopoldo, quien fue presidente del Gobierno en la transición. Tenía 43 años cuando le mataron. En su vida privada, José era un hombre ultracatólico, defensor de las tradiciones, muy familiar y apasionado de la música, hasta tal punto de que aseguraba que su vocación frustrada era la de director de orquesta.
Tocaba el violín, la bandurria y tenía una pianola con la que, en todas las Nocheviejas, representaba la marcha real mientras sonaban las campanadas en la Puerta del Sol. El amor de su vida fue Enriqueta Grondona Bandrés, a la que conoció durante su corto destino en Toledo como abogado del estado y con la que se casó el 28 de junio de 1917 en la iglesia madrileña del Buen Suceso. Esta pareja tuvo cuatro hijos: Enriqueta, Concepción, Luis Emilio y José Pedro, quien heredaría el marquesado que Franco otorgó a su padre a título póstumo.
Las horas previas a la muerte de Calvo Sotelo, ese domingo 12 de julio, fueron muy apacibles. Según contó su esposa, Enriqueta, se pasó el día junto a su familia en su hogar de Velázquez, y Calvo Sotelo aprovechó su tiempo libre para dar rienda suelta a su afición musical. Antes de dormir, el político y su esposa fueron al cuarto de sus hijas para darles las buenas noches y allí Calvo Sotelo conectó la radio para escuchar el concierto de la orquesta municipal de Madrid que trasmitían los domingos.
A las tres de esa madrugada, fue sacado de su domicilio por unos policías y no volvió jamás. "Te llamaré desde la DGS a no ser que estos señores me lleven para pegarme cuatro tiros", fueron las últimas palabras que dirigió Calvo Sotelo a su esposa.
Discurso de Calvo Sotelo
El periodista Julio Merino rescata el discurso que anticipó su asesinato, y relata los hechos que tuvieron lugar aquella mañana del 16 de junio de 1936, cuando los alrededores del Palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo se fueron llenando como en los días más grandes de la República. Un público enfervecido aplaudía o gritaba a los diputados según iban entrando en el edificio. Y es que, tanto las izquierdas como las derechas sabían que por lo publicado en los periódicos ese día daría que hablar.
En el orden del día figuraba una Proposición no de ley presentada por el líder de la CEDA, José María Gil Robles, sobre la situación del Orden Público en España que era en realidad una Moción de Censura contra el Gobierno. Porque los datos que iba a denunciar el líder de las derechas eran: Desde el 16 de febrero hasta el 15 de junio, según publicaba El Debate, se habían producido los siguientes hechos: Iglesias totalmente destruidas, 160. Asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto, 251. Muertos, 269. Heridos de diferente gravedad, 1.287. Agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan, 215. Atracos consumados, 138. Tentativas de atraco, 23. Centros particulares y políticos destruidos, 69. Ídem asaltados, 312. Huelgas generales, 113. Huelgas parciales, 228. Periódicos totalmente destruidos, 10. Asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos, 33. Bombas y petardos explotados, 146. Recogidas sin explotar, 78.
Y además se sabía que el otro líder de las Derechas, José Calvo Sotelo, “la iba a armar”… y eso sucedió. Porque si ya el discurso del señor Gil Robles calentó el ambiente, el discurso del señor Calvo Sotelo hizo que estallara el polvorín.
Por su interés, y por la transcendencia que tuvo aquel discurso, que fue la gota de agua que colmó el vaso de las dos Españas y el que, en última instancia, llevó primero a su asesinato y después a la Guerra Civil, reproducimos el texto integro, recogido del Diario de Sesiones de las Cortes Españolas.
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El Sr. Presidente: tiene la palabra el Señor Calvo Sotelo.
El Sr. Calvo Sotelo: Señor Presidente, señores Diputados, es ésta la cuarta vez que en el transcurso de tres meses me levanto a hablar sobre el problema del orden público.
Lo hago sin fe y sin ilusión pero en aras de un deber espinoso, para cuyo cumplimiento me siento con autoridad reforzada al percibir de día en día como al propio tiempo que se agrava y extiende esa llaga viva que constituye el desorden público, arraigada en la entraña española, se extiende también el sector de la opinión nacional de que yo puedo considerarme aquí como vocero, a juzgar por las reiteradas expresiones de conformidad con que me honra una y otra vez.
España vive sobrecogida con esa espantosa úlcera que el señor Gil Robles describía en palabras elocuentes, con estadísticas tan compendiosas como expresivas; España, en esa atmósfera letal, revolcándose todos en las angustias de la incertidumbre, se siente caminar a la deriva, bajo las manos, o en las manos —como queráis decirlo— de unos ministros que son reos de su propia culpa, esclavos, más exactamente dicho, de su propia culpa…Vosotros, vuestros partidos o vuestras propagandas insensatas, han provocado el 60 por 100 del problema de desorden público, y de ahí que carezcáis de autoridad. Ese problema está ahí en pie, como el 19 de febrero, es decir, agravado a través de los cuatro meses transcurridos, por las múltiples claudicaciones, fracasos y perversión del sentido de autoridad desde entonces producidos en España entera.
España no es esto. Ni esto es España. Aquí hay diputados republicanos elegidos con votos marxistas; diputados marxistas partidarios de la dictadura del proletariado, y apóstoles del comunismo libertario; y ahí y allí hay diputados con votos de gentes pertenecientes a la pequeña burguesía y a las profesiones liberales que a estas horas están arrepentidas de haberse equivocado el 16 de febrero al dar sus votos al camino de perdición por donde os lleva a todos el Frente Popular. (Rumores.)
La vida de España no está aquí, en esta mixtificación. (Un señor diputado: ¿Dónde está?) Está en la calle, está en el taller, está en todos los sitios donde se insulta, donde se veja, donde se mata, donde se escarnece; y el Parlamento únicamente interesa cuando nosotros traemos la voz auténtica de la opinión…
La República, el Estado español, dispone hoy de agentes de la autoridad en número que equivale casi a la mitad de las fuerzas que constituyen el Ejército en tiempo de paz. Porcentaje abrumador, escandaloso casi, no conocido en país alguno normal, si queréis en ningún país democrático europeo. Por consiguiente, no se puede decir que la República, frente a estos problemas del desorden público, haya carecido de los medios precisos para contenerlo.
¿Cuál es, pues, la causa? La causa es de más hondura, es una causa de fondo, no una causa de forma. La causa es que el problema del desorden público es superior, no ya al Gobierno y al Frente Popular, sino al sistema democrático-parlamentario y a la Constitución del 31
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