19 de abril de 2024
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FIN DE SEMANA

"La Monarquía y los Borbones han sido los principales responsables de la decadencia de España, la pérdida del Imperio y el desastre del 98”

Ortega y Gasset: El gran pensador que criticó a la Monarquía y a la República, en el 65 aniversario de su muerte

El 18 de octubre de 1955 murió en Madrid, a los 72 años, el "Filósofo" pues así le calificaron y así le llamaban a don José Ortega y Gasset los intelectuales de su tiempo. Ortega irrumpió en el mundo literario español como un vendaval con su famosa conferencia "Vieja y Nueva Política" y a partir de ahí ya no paró de escribir y publicar obras que marcaron toda una época: "España invertebrada", "La rebelión de las masas", "En torno a Galileo" o "Meditación de Europa"

A Ortega se le recordará siempre por las dos frases con las que prácticamente se cargó dos sistemas políticos. Con "Delenda est Monarchia" se cargó la Monarquía de Alfonso XIII y con su famoso "No es esto, no es esto" le puso la soga al cuello a la Segunda República. Fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1931.

“Delenda est Monarchia”

Cuando el 14 de abril de 1931 llega la República a Ortega sólo le faltan unos días para cumplir los 48 años, o sea que está en plena “Etapa de Gestión, o predominio y mando” (45-60, según su propio Método) y ha publicado ya sus principales obras: “España invertebrada” (1921) y “La Rebelión de las masas” (1929). Sin embargo, es mucho más conocido por los dos “puñetazos en la mesa política” que había dado en 1914 en el “Teatro de la Comedia” de Madrid sobre la “Vieja y Nueva política”, que fue una puntilla de fuego para la Restauración y el turno de los partidos y un mensaje de cambio de cara al futuro, y un segundo, “El error Berenguer”,  el artículo que publicó en “El Sol” el 15 de noviembre de 1930 que significó realmente una “puntilla de muerte” para la Monarquía y el Rey Alfonso XIII. Aquel artículo que terminaba con su ya histórico “Delenda est Monarchia” abrió las puertas de la República.

Niceto Alcalá Zamora

Así que no pudo sorprender que la primera llamada que recibió Alcalá-Zamora, su amigo, la noche que se izó la bandera republicana y se formalizó el “Gobierno Provisional” fuera la suya. Ortega recibió la República con verdadera euforia y tanto más cuando pocos días antes, el 10 de febrero, había creado y puesto en marcha, con Marañón, Pérez de Ayala y Antonio Machado, la “Agrupación al Servicio de la República”, que aunque no se constituye como partido político busca movilizar a todos los intelectuales de España, profesores de Universidad y universitarios, profesores de Institutos, maestros nacionales, médicos, notarios, registradores de la propiedad y en general a todas las profesiones liberales y gentes de la cultura.  Y es que en aquellos momentos Ortega creyó que la “nueva política” que había soñado en 1914 había llegado. Para aquel filósofo la Monarquía y los Borbones habían sido los principales responsables de la decadencia de España y la pérdida del Imperio y el “desastre del 98”.

Y aunque la “Agrupación” no se había formalizado como partido sí se presentó a las elecciones para Cortes Constituyentes que el Gobierno convocó para el 28 de junio. Y como independientes se presentaron en las listas de los republicanos-radicales. Es verdad que sólo consiguieron Actas de Diputados el propio Ortega, Marañón, Pérez de Ayala y Alfonso García Valdecasas y otros (en total hasta 13 diputados). Pero la semilla que habían sembrado daría su fruto inmediatamente después. Así que allí estaba, en el Congreso de los Diputados, cuando el 14 de julio se constituyeron las primeras Cortes republicanas y junto a él Don Miguel de Unamuno, que también había ganado su Acta como independiente por Salamanca. 

Ortega estaba exultante, como lo demostraría en su primera intervención parlamentaria aplaudiendo y resaltando los valores de la República y celebrando que ésta hubiese llegado, increíblemente, sin disparar ni un solo tiro y con la alegría de todos los españoles, aunque tan sólo unos días después ya alertó a los Señores diputados de lo que había que evitar: “Nada de estultos e inútiles vocingleos, violencia en el lenguaje o en el ademán; hay, sobre todo, algo que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí”.

Antonio Machado, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset y Pérez de Ayala, impulsores de la Agrupación al Servicio de la República

¡Ay!, pero muy pronto se dio cuenta que aquellas Cortes iban a estar dominadas por los jabalíes, los tenores y los payasos y fueron decayendo sus alegrías recientes y más cuando en el transcurso de los debates del articulado de la nueva Constitución las Izquierdas y los Republicanos-radicales aplaudían sus discursos pero a la hora de las votaciones le daban siempre la espalda. De ahí que pocos días antes de que se aprobara la Constitución (9-12-1931), el día 9 de septiembre, publicara en “Crisol” el famoso artículo que pasaría a la Historia como el del “No es esto, no es esto”, aunque su título fuera “Un aldabonazo”. Decía así:

“No es esto, no es esto”

“Desde que sobrevino el nuevo régimen no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la República! ¡guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad...

Con esta predicación no proponía yo a los republicanos ninguna virtud superflua y de ornamento. Es decir, que no se trata de dos Repúblicas igualmente posibles -una, la auténtica española, otra, imaginaria y falsificada- entre las cuales cupiese elegir. No: la República en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión.

¿Cuál es la República auténtica y cuál la falsificada? ¿La de «derecha», la de «izquierda»? Siempre he protestado contra la vaguedad esterilizadora de estas palabras, que no responden al estilo vital del presente -ni en España ni fuera de España. (...) No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» -es decir, el modo tajante de imponer un programa-. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España -compárese su historia con cualquier otra- no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido.

(...) Pero en esta hora de nuestro destino acontece, además, que ni siquiera ha habido vencedores ni vencidos en sentido propio, por la sencilla razón de que no ha habido lucha, sino sólo conato de ella. Y es grotesco el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución. Mientras no se destierre de discursos y artículos esa «revolución» de que tanto se reclaman y que, como los impuestos en Roma, ha comenzado por no existir, la República, no habrá recobrado su tono limpio, su son de buena ley. Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos. Son muy pocos los que, de verdad, han sufrido por ella, y la escasez de su número subraya la inasistencia de los demás. Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque es ya excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos lo ciegos con los que ven claro. Se hace urgentísima una división de actitudes para que cada cual lleve sobre sus hombros la responsabilidad que le corresponde y no se le cargue la ajena.

Las Cortes constituyentes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo -esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista-. En un Estado sólidamente constituido pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal. Significaría prisa por aprovechar el resquicio de una situación inestable, y el pueblo español acaba por escupir de sí a todo el que «se aprovecha». Lo que ha desprestigiado más a la Monarquía fue que se «aprovechase» de los resortes del Poder público puestos en su mano. Una jornada magnífica como ésta, en que puede colocarse holgadamente y sin dejar la deuda de graves heridas y hondas acritudes, al pueblo español frente a su destino claro y abierto, puede ser anulada por la torpeza del propagandismo.

Yo confío en que los partidos (...) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. La falsa victoria que hoy, por un azar parlamentario, pudieran conseguir caería sobre la propia cabeza. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores.

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»

La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.”

Pero la alegría primeriza fue evolucionando hacia la desilusión y a la desesperanza. Porque Ortega se dio cuenta enseguida que por los derroteros que estaban siguiendo las Izquierdas, y principalmente los republicanos de Azaña y los socialistas del PSOE, la República acabaría mal y desmotivado abandonó las Cortes e incluso clausuró la “Agrupación al Servicio de la República”, con un “Manifiesto” que se hizo público el 29 de octubre de 1932 y que en realidad era una ruptura.

Discurso del "Cinema de la Ópera"

Y apartado de la política activa se refugió en su cátedra, en sus conferencias y en sus libros, no sin antes despedirse con su famoso discurso del “Cinema de la Ópera” de Madrid de “Rectificación de la República”, en el que entre otras cosas dijo: “Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas heridas, ni apenas dolores, hayan bastado 7 meses para que empiece a cundir por el país desazón, descontento, desánimo y en suma tristeza”.

Y con ese ánimo descorazonador y triste le llegó el 18 de julio de 1936. Una tristeza que se convirtió en preocupación y miedo cuando recibió la noticia del asesinato de Calvo Sotelo y más cuando los milicianos acabaron a sangre y fuego con la sublevación militar del Cuartel de la Montaña.

Tan sólo 4 días después una tarde se presentaron en su domicilio particular un grupo de milicianos armados que tras aporrear la puerta con sus fusiles entraron con un manifiesto que tenía que firmar. En aquella situación se produjo la siguiente escena (que más tarde, ya en el exilio, recordaría en su obra “En cuanto al Pacifismo”):

-        “¿Qué queréis? –les preguntó la hermana, con el miedo reflejado en sus ojos, y más sabiendo como sabía que su hermano estaba muy enfermo en la cama.

-       Venimos a que el “Sabio” firme este “papel”.

-        ¿Y qué es eso?

-        Un Manifiesto. ¡Hay que acabar con los asesinos fascistas!

-        ¡Que lo firme ahora mismo o lo matamos!

Y la hermana cogió aquel papel y se lo llevó al dormitorio. Naturalmente cuando Ortega leyó el texto gritó furioso: “Eso no lo firmo yo ni aunque me maten”.

-        Por favor, Pepe, que estos son capaces...

-        ¡Pues que me maten!, yo no firmo esa locura... Sal y se lo dices así.

Y  con espanto, aunque tratando de evitar lo peor, trató de ganar tiempo y les dijo:

-        Mi hermano dice que esto no lo puede firmar él, pero que si se cambian algunas cosas está dispuesto a firmarlo.

Y aquellos radicales se miraron, dudaron y dijeron:

-        Está bien, así se lo diremos a los del Comité, pero volveremos.

-        ¡Sí, volveremos, Don José tiene que dar la cara para acabar con los asesinos fascistas!

Y dando patadas a la puerta salieron de la casa.”

Fue un momento casi trágico y Ortega ya no lo dudó y aun estando enfermo se puso en contacto con su hermano Eduardo y le contó lo que había pasado. Eduardo, que tenía buenas relaciones con los miembros del Gobierno y con la Directiva del PSOE, asustado, se movilizó y en unos cuantos días consiguió que Ortega saliese de España con su mujer y sus tres hijos. El 1 de agosto de 1936 ya estaba en París y comenzaba su exilio. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Entierro de Ortega y Gasset

Un exilio que también tendría alternativas, porque de París se fue a los Países bajos y luego a Argentina, donde permaneció, aplaudido y agasajado por el mundo intelectual, varios años y desde donde siguió los avatares de la Guerra Civil y el final de abril de 1939. Curiosamente no regresa voluntariamente a España, pero en 1942 se instala en Lisboa y con frecuencia viaja a Madrid. El Régimen de Franco le da plena libertad de movimientos, aunque no le restituye en su cátedra de la Universidad, incluso llega a pagarle los sueldos devengados esos años. Hasta que en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, decide volver definitivamente “por España”. Murió en 1955 y a su entierro, multitudinario, acudió la Plana Mayor del Franquismo. 

Los orígenes literarios y políticos

Cuando Ortega decía que había nacido “sobre las platinas de una imprenta” tenía toda la razón, porque en el momento de nacer (1883) su abuelo, Eduardo Gasset y Artime, era fundador-propietario de “El Imparcial”, el periódico de más tirada y más influyente de la España de finales de siglo, y luego Ministro de Ultramar; su tío, Rafael Gasset y Chinchilla, también periodista, llegó a ser Ministro de Agricultura en siete ocasiones y Ministro de Fomento; su padre, José Ortega Munilla, era Director de “El Imparcial”, y su madre, Dolores Gasset, era la Secretaria de Redacción… y además vivía en la misma casa, Plaza del Matute de Madrid, donde se imprimía el periódico y su dormitorio estaba justo encima de la rotativa donde se tiraba el periódico. O sea, que desde su más tierna infancia por sus sentidos no entraban otras cosas que el olor de la tinta, los ruidos de las máquinas y el tacto del papel de prensa.

Los lunes del Imparcial

Pero, por si no fuera poco cuando tuvo uso de razón ya pudo conocer a los famosos que escribían en “Los Lunes del Imparcial”, el suplemento literario que llegó a ser la plataforma indispensable para alcanzar la fama literaria. Por aquella redacción pasaban con frecuencia la Condesa de Pardo Bazán, Leopoldo Alas (“Clarín”), Campoamor, Unamuno, Jacinto Benavente, José Martínez Ruíz (“Azorín”), Pérez de Ayala, Juan Valera, Mariano de Cavia, Baroja, Ramiro de Maeztu y muchos más.

Pero los Gasset se codeaban también con los grandes políticos del momento, desde el General Prim a Canalejas, pasando por Cánovas del Castillo, Sagasta, Silvela, Moret, Dato, el Conde de Romanones… e incluso con los Reyes Amadeo de Saboya, Alfonso XII, la Reina María Cristina y Alfonso XIII.

O sea, que “el niño de los Gasset” tuvo sus raíces en lo mejor de las Letras y la política. Pero, no conformes con eso, los padres le mandan a los mejores Colegios para que su formación fuese la mejor, que en aquellos momentos eran “El Palo” de Málaga y “Deusto” en Bilbao, ambos de los Jesuitas.

En 1902, a los 19 años se licencia en Filosofía, a los 21 ya es Doctor y sólo piensa en ser Catedrático. Pero no contento con la formación que ya tiene se pasa dos años (1905-1907), ampliando estudios en Alemania, cuna de la mejor Filosofía: Kant, Nietzsche, Shopenhauer o Kierkegaard.

A su vuelta, naturalmente, ganó por oposición y por unanimidad del Tribunal la Cátedra de Filosofía de la Universidad Central. Tenía 27 años. Y aunque sólo había publicado algunos artículos en el periódico de la familia (su primer artículo, “El poeta del misterio”, lo publicó el 14 de marzo de 1906) su fama era ya notoria entre la intelectualidad madrileña.

Pero sería en 1914, justo al entrar en la “Etapa de gestación”, según su propio Método de las Generaciones, cuando dio el pistoletazo de salida de una carrera que le llevaría a ser “El Filósofo” por excelencia. Sucedió el 23 de marzo en el teatro de La Comedia de Madrid. Aquel día pronunció la conferencia “Vieja y nueva política” que promovió un verdadero terremoto político. Vivía España una de las “etapas tristes” (así la llamó Pío Baroja) de las muchas que vivió España en los comienzos del siglo XX. Porque del turno de los partidos, acordado por Cánovas y Sagasta, ya no quedaba nada más que corrupción, componendas, navajazos de unos y de otros y Gobiernos que apenas duraban unos meses. Era lo que habían dejado el Desastre del 98, la semana trágica de Barcelona y las guerras de Marruecos

Y en ese ambiente es en el que Ortega da el aldabonazo. “Vengo a hablaros –diría al comienzo- en nombre de la Liga de Educación Política española, una Asociación hace poco nacida, compuesta de hombres que, como yo y buena parte de los que me escuchéis, se hallan en medio del camino de su vida (él tenía 31 años). Pertenezco a una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, ni piensa en las victorias de la Cruz, ni suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor”.

Quisiera gritar lo menos posible. Decía Leonardo de Vinci que “dove si grida non è vera scienza”, donde se grita no hay buen conocimiento. La Liga de Educación Política se propone mover mi poco de guerra a esas políticas tejidas exclusivamente de alaridos, y por eso, aun cuando cree que sólo hay política donde intervienen las grandes masas sociales, que sólo para ellas, con ellas y por ellas existe toda política, comienza dirigiéndose primero a aquellas minorías que gozan en la actual organización de la sociedad del privilegio de ser más cultas, más reflexivas, más responsables, y a éstas pide su colaboración para inmediatamente transmitir su entusiasmo, sus pensamientos, su solicitud, su coraje, sobre esas pobres grandes muchedumbres dolientes.

Al hablaros, frente a la vieja, de una nueva política, no aspiro, por consiguiente, a inventar ningún nuevo mundo. Acercándose a la política es cuestión de honradez para el ideólogo torcer el cuello a sus pretensiones de pensador original. Un principio, nuevo como idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamientos, que, más o menos claros, se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos.

Decía genialmente Fichte que el secreto de la política de Napoleón, y en general el secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es, donde por lo que es entendía aquella realidad de subsuelo que viene a constituir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la sociedad.

Todos habréis experimentado hasta qué punto es difícil saber cuáles son nuestras verdaderas, íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte de las cosas: hablamos de ellas, opinamos sobre ellas, porque el trato o la utilidad nos obligan a decir algo, a tomar alguna posición. Pero bien notamos que algo en nosotros se resiste a reconocer en esas opiniones emitidas por nuestros labios nuestras verdaderas opiniones: no daríamos por ellas ni una sola hora de sueño. Y no es que mintamos: esto supondría que decimos una cosa y pensamos claramente otra. Lo único de que sinceramente nos percatamos es de que allá el fondo oscuro e íntimo de nuestra personalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones que dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente; no son opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opiniones. Son los tópicos recibidos y ambientes, son las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo.

La política es tanto como obra de pensamiento obra de voluntad; no basta con que unas ideas pasen galopando por unas cabezas; es menester que socialmente se realicen, y para ello que se pongan resueltamente a su servicio las energías más decididas de anchos grupos sociales.”

Naturalmente, habrá que seguir hablando de esta Conferencia, por la trascendencia política que tuvo.

La Constitución del 76 se había quedado obsoleta

Con el asesinato de José Canalejas, siendo presidente del Gobierno, en 1912, bien puede decirse que mueren la Restauración y el turno de los partidos. Porque el otro líder, Antonio Maura, el de la “Revolución desde arriba” ya estaba inhabilitado políticamente tras la “Semana trágica” de Barcelona… y la Monarquía se estaba debilitando a marchas forzadas. La Constitución del 76 se había quedado obsoleta. Es en esa situación cuando Ortega, que sólo tiene 31 años, irrumpe con su “Vieja y Nueva Política”, un verdadero aldabonazo en las aguas corruptas y cenagosas que imperaban en toda España.

Asesinato de José Canalejas

Ortega lo dice bien claro desde el comienzo: “Señores, ya no podemos hablar de una sola España, porque aquí, ahora mismo, ya hay dos Españas: la España oficial y la España real… La España oficial consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación”

“Se ha dicho que todas las épocas –dice Ortega- son épocas de transición ¿Quién lo duda? Así es. En todas las épocas la sustancia histórica, es decir, la sensibilidad íntima de cada pueblo, se encuentra en transformación. De la misma suerte que, como ya decía el antiquísimo pensador de Jonia, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque éste es algo fluyente y variable de momento o momento, así cada nuevo lustro, al llegar, encuentra la sensibilidad del pueblo, de la nación, un poco variada. Unas cuantas palabras han caído en desuso y otras se han puesto en circulación; han cambiado un poco los gustos estéticos y los programas políticos han trastrocado algunas de sus tildes. Esto es lo que suele acontecer. Pero es un error creer que todas las épocas son en este sentido épocas de transición. No, no; hay épocas de brinco y crisis subitánea, en que una multitud de pequeñas variaciones acumuladas en lo inconsciente brotan de pronto, originando una desviación radical y momentánea en el centro de gravedad de la conciencia pública.

Y entonces sobreviene lo que hoy en nuestra nación presenciamos: dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.

Este es, señores, el hecho máximo de la España actual, y todos los demás no son sino detalles que necesitan ser interpretados bajo la luz por aquél proyectada.

Lo que antes decíamos de que las nuevas generaciones no entran en la política, no es más que una vista parcial de las muchas que pueden tomarse sobre este hecho típico: las nuevas generaciones advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?

En esto es menester que hablemos con toda claridad. No nos entendemos la España oficial y la España nueva, que, repito, será modesta, será pequeña, será pobre, pero que es otra cosa que aquélla; no nos entendemos. Una misma palabra pronunciada por unos o por otros significa cosas distintas, porque va, por decirlo así, transida de emociones antagónicas…

Ahora se van a abrir unas Cortes; estas Cortes no creo que las haya inventado precisamente un ideólogo; todo lo contrario; ¿no es cierto? Pues bien; salvo Pablo Iglesias y algunos otros elementos, componen esas Cortes partidos que por sus títulos, por sus maneras, por sus hombres, por sus principios y por sus procedimientos podrían considerarse como continuación de cualesquiera de las Cortes de 1875 acá. Y esos partidos tienen a su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que en España hay de instrumento de Estado. Todavía más; esos partidos encuentran en la mejor Prensa los más amplios y más fieles resonadores. ¿Qué les falta? Todo lo que en, España hay de propiamente público, de estructura social, está en sus manos, y, sin embargo, ¿qué ocurre? ¿Ocurre que estas Cortes que ahora comienzan no van a poder legislar sobre ningún tema de algún momento, no van a poder preparar porvenir? No ya eso. Ocurre, sencillamente, que no pueden vivir porque para un organismo de esta naturaleza vivir al día, en continuo susto, sin poder tomar una trayectoria un poco amplia, equivale a no poder vivir. De suerte que no necesitan esos partidos viejos que vengan nuevos enemigos a romperles, sino que ellos mismos, abandonados a sí mismos, aun dentro de su vida convencional, no tienen los elementos necesarios para poder ir tirando. ¿Veis cómo es una España que por sí misma se derrumba?

Lo mismo podría decirse de todas las demás estructuras sociales que conviven con esos partidos: de los periódicos, de las Academias, de los Ministerios, de las Universidades, etc., etc. No hay ninguno de ellos hoy en España que sea respetado, y exceptuando el Ejército no hay ninguno que sea temido.”

Era ya la España nueva, la España real, que, en la calle, en los campos, en las fábricas, en las Universidades y hasta en el Ejército pedían el cambio. De momento, pacíficamente, dos años después casi revolucionariamente. Porque sólo dos años después las dos Españas se enfrentan en una lucha sin cuartel por el control del Poder. Fue la Revolución de 1917, en la que ya hace acto de presencia el marxismo que cabalgaba por Europa y que, a la postre, triunfaría en Rusia.

Ortega, que seguía siendo el Catedrático más joven de la Universidad española, no ceja en su empeño de luchar “contra lo viejo” y para poder expresar sus ideas funda y dirige la revista “España” (1915) y comienza a colaborar muy asiduamente en “El Sol” (1917), el periódico que acabaría siendo la referencia del cambio y en el cual el “Filósofo” publicaría por capítulos sus obras más relevantes: “La España invertebrada” (1922) y “La rebelión de las masas” (1929).

 

Miguel Primo de Rivera y Alfonso XIII

Pero, entre tanto llegó la Dictadura de Primo de Rivera (1923, el mismo año que funda “La revista de Occidente”) que de un plumazo acaba con los partidos políticos y con la incipiente Democracia. Naturalmente, Ortega se pone enfrente, y con Unamuno, pasa a ser la referencia intelectual para todos los españoles. En su mente estaba ya el “Delenda est Monarchia” que sería el fin de la Monarquía.

Nacionalismo e independencia

En 1920, cuando la “casta política” vive entre la corrupción y el “navajeo” de los Partidos (“Azorín”), España se deshace y toca fondo, el Rey y la Monarquía no saben dónde van y el horizonte se viste de negro, Ortega comienza a publicar en “El Sol” una serie de artículos que dos años después (1922) serían reunidos en un libro que llevaría por título “España invertebrada”. ¿Y qué era la “España invertebrada”? Ante todo y sobre todo una radiografía del ser de España, una visión panorámica de la realidad que reflejaba la razón y sinrazón del centralismo y los nacionalismos de la periferia que se enfrentaban y luchaban por la independencia, con Cataluña y Vasconia al frente.

Y Ortega lo ve claro: España está invertebrada… o hablamos claro y ponemos remedio o lo que ha costado siglos en construirse se hundirá como se hunde un edificio carcomido por las polillas. O rehacemos España o no habrá España… y la actual Constitución (1876) ya no nos vale. Castilla ha dejado de ser el motor y la periferia busca otros caminos.

Los nacionalismos vasco y catalán habían ya cimentado su doctrina y su acción política partidaria: la doctrina “alocada” de Sabino Arana que enunció en los últimos años del siglo anterior y las bases de “la nacionalidad catalana” que emite Prat de la Riva en 1906.

Ortega tiene todo eso en cuenta cuando inicia su radiografía y no plantea una crisis de la personalidad o del espíritu nacional, que hiciera Ganivet, ni un problema derivado de los vicios del sistema político y social de la Restauración, como denunciara Costa, ni tampoco la forma de Estado (¿Monarquía o República?), como planteará Azaña. Para el “Filósofo” el problema de España es algo más: es la crisis histórica del proyecto que forjó la Nación española, es “la desarticulación del proyecto subjetivo de la vida en común”. Ya en 1910 había señalado que el problema de España era político, aunque su alcance era mayor, porque “era la propia España el problema primero de cualquier política” y afianza su idea al señalar que “la España del siglo XX es una España invertebrada”. “España fue una espada –dice- cuyo puño estaba en Castilla y la punta en las periferias”. Para Ortega, el proyecto nacional español era castellano, (“España es una cosa hecha por Castilla”) y cuando Castilla se encerró en sí misma comenzó el proceso de desintegración, que avanzó en riguroso orden desde la periferia al centro a partir del desastre de 1898, cuando ya se empieza a hablar de “regionalismos, nacionalismos, rupturas y separatismos”.

 

Retrato de José Ortega y Gasset

Para el “Filósofo” “la unidad política” no debe ser ni el municipio ni la provincia, sino “la gran comarca o región” y adelanta una nueva división territorial. “Organicemos España –dice- en diez grandes comarcas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva”. Y que “cada comarca, cada región, se gobierne a sí misma”, “que sea autónoma en todo lo que afecta a su vida particular”, más aún, “en todo lo que no sea estrictamente nacional”, la Soberanía, la Educación, el Ejército, la Política Exterior, la Sanidad o la Moneda Única. Estas comarcas estarán regidas por “una Asamblea comarcal de carácter legislativo y fiscal y por un gobierno de la región emanado de aquella con número bastante de diputados”, de forma que sean de su competencia temas de “lucha y organización política los asuntos mismos que habitan de sólito en la preocupación del español medio”. Se trata, en suma, de dinamizar las partes para recuperar el todo” (F. Trillo).

“No creo que sea completamente inútil para contribuir a la solución de los problemas políticos distanciarse de ellos por algunos momentos, situándolos en una perspectiva histórica. En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda realidad. En este ensayo de ensayo, es, pues, el tema histórico y no político. Los juicios sobre grupos y tendencias de la actualidad española que en él van insertos no han de tomarse como actitudes de un combatiente. Intentan más bien expresar mansas contemplaciones del hecho nacional, dirigidas por una aspiración puramente teórica y, en consecuencia, inofensiva”.

Sigue Ortega: “Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos y separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan llegado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no.

Para la mayor parte de la gente el “nacionalismo” catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euskadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen”.

“Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones. Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos “oprimidos” por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja hará de parecer grotesca… y ese es un síntoma verídico del estado subjetivo en que se hallan Cataluña y Vasconia y por ello Bilbao y Barcelona se sienten como las fuerzas económicas mayores en la Península y han hecho que el “particularismo” cobre un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica.

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y el bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues? Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”.

¡Ay!, pero pocos, o muy pocos, o nadie escuchó al “Filósofo” y tan sólo un año después el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, gritó: “¡Basta ya!” e impuso la Dictadura con el beneplácito de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, el Ejército y la burguesía (la primera, la catalana).

 

Julio Merino

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

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