29 de marzo de 2024
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FIN DE SEMANA

El presidente de Amithe, organizador del homenaje con motivo del 50 aniversario de la muerte de Azorín, escribe un obituario sobre la figura de Payá

El 'Can Cerbero' de Azorín: Muere Pepe Payá, director de la casa museo del escritor alicantino

Pepe Payá
Pepe Payá
Pepe Payá Bernabé, al que ahora despedimos, fue el Can Cerbero, como el perro del dios Hades, que guardaba con celo y entusiasmo la entrada a la casa infinita del mundo azoriniano. No lloremos su muerte. Su vida tuvo un sentido y una misión, cuidar el legado del maestro inmortal José Martínez Ruiz, conocido por Azorín. El presidente de Amithe, Javier López Galiacho, organizador del homenaje con motivo del 50 aniversario del fallecimiento del escritor, escribe un obituario sobre la figura de Paya

Al universo azoriniano, universal por la grandiosa e intemporal obra de José Martínez Ruiz, más conocido por su pseudónimo Azorín, se le ha muerto Pepe Payá, director de la casa museo que este escritor inmortal tiene en su natal Monóvar.

Sin avisar, como aquel gorrión que apareció muerto en el quicio de la ventana del propio Azorín, al que el escritor alicantino dedicó un escueto y sentido párrafo, se nos ha muerto. Nos deja huérfanos a su familia, a sus amigos y conocidos. Se ha ido, este arqueólogo de la obra azoriniana que fue el bueno de Pepe Payá.

Tuve la suerte de conocerle y tratarle cuando desde la Asociación de Amigos de los Teatros Históricos de España celebramos con la Banda Sinfónica Municipal de Albacete, que dirige con acierto el liriano Miguel Vidagaray, un homenaje en la capital manchega a Azorín con motivo del 50 aniversario del fallecimiento del escritor, ocurrido el 3 de marzo de 1967 en Madrid. Corría la Feria de 2017.

Actó de Amithe en homenaje a Azorín.

Azorín es querido y admirado en Albacete, ciudad a quien el escritor bautizó como el Nueva York de La Mancha y a la que regaló un lema que es bandera del albaceteñismo, su “Albacete, siempre”.

La ciudad levantó en vida del escritor un busto en el parque de Albacete. También junto con el profesor Paco Rico Pérez (autor de “Azorín y los toros”) y del entonces concejal de festejos de esta ciudad, Antonio Rodriguez, colocamos en la Puerta Grande de la centenaria plaza de toros manchega, y con motivo del centenario de la Generación del 98 que Azorín impulsó, una placa en su honor como buen aficionado a la tauromaquia.

Pepe Payá se desplazó esa mañana a Albacete para acompañarnos en aquel homenaje, que celebramos ante el busto de Azorín sujetado por un pedestal con el lema inscrito de “Albacete, siempre”, ya que nada relacionado con Azorín le era ajeno al bueno de Payá.

El amigo que despedimos dedicó su vida a reivindicar al maestro de Monóvar. Payá le quitó el polvo al cosmos azoriniano, guardado hasta entonces en un cofre donde interesadamente reposaba el recuerdo de quien fue, injustamente, tachado de franquista.  

José Payá editó sus obras completas. “Vendió” el primor literario de Azorín por todo el mundo y, especialmente, en el ámbito de las facultades y profesores de literatura norteamericanos y franceses.

Casa Museo de Azorín

Con su hacer diario, más de personaje barojiano en acción que de diletante azoriniano, Payá hizo pasar por la Casa Museo de Azorín a todo ser viviente que pinchaba en España, como ese Mario Vargas Llosa, quien por cierto dedicó su discurso de ingreso en la RAE a su amor y admiración por este escritor monovareño, bajo el título de “Las discretas ficciones de Azorín”.

Una justa reivindicación de su obra por Vargas Llosa que, sin embargo, se vio sorprendentemente preterida cuando el peruano leyó su discurso en Estocolmo como Premio Nobel de Literatura, sin hacer una mínima mención, en su listado de autores influyentes, a ese Azorín maestro, cuya figura además acababa de ensalzar meses antes en la RAE.

A Pepe Payá se le deben muchas cosas que en el momento de la despedida es justo aplaudir. Pero principalmente su principal virtud, y a la vez servicio a la figura de Azorín, fue restaurar la imagen del escritor, aggiornar la obra de uno de los más grandes escritores en lengua española de todos los tiempos, José Martínez Ruiz, conocido por Azorín, por cierto, apodo que es un apellido común que se expande por el sureste valenciano y murciano. Creó el Premio Azorín de novela, uno de los más importantes en España.

Pero, ¿Quién fue Azorín? ¿Qué le debemos a Azorín? ¿Qué aporta Azorín a la lengua y literatura española?

La vida de Azorín 

José Martínez Ruiz Azorín ejerció de todo. Con primor y con ese deleite en el escribir que hizo que don José Ortega y Gasset dijera aquello de “Azorín, primoroso de lo vulgar”.  Escritor de ensayo, novelas, fantásticos cuentos, articulista, periodista (el hijo de Payá escribió su tesis doctoral sobre el Azorín periodista), poeta, crítico de cine, dramaturgo de cierto éxito y hasta político, quizá actividad ésta que fue lo único que hizo mal, aunque gracias a su paso por el Congreso nos legó un par de libros que son una delicia como “El parlamentarismo” y “El político”.

José Martínez Ruiz le quitó la grasa a la lengua castellana, para dejar el español como un idioma cargado de futuro. Azorín ponía el punto donde otros seguían con la coma. Puso el ritmo en la lengua, dejándola casi desnuda con su fórmula matemática: sujeto, verbo, predicado.

El estilo es el hombre. Azorín llevó a su literatura su forma de ser, hasta de hablar, parco en palabras, seco y corto como ese hombre y esa mujer castellana que son del pan, pan y del vino, vino. Azorín fue frugal en el escribir como lo era en el comer y dormir (se levantaba a las 2 de la mañana para pensar y cavilar).

Acto homenaje a Azorín

Azorín aportó al idioma de Cervantes un logro que nadie ha superado, como fue el humanizar las cosas, dar vida a lo inerte, desde una puerta (impresionante su oda a las puertas), un zaguán o hasta la torre de un campanario. Hacer de la naturaleza muerta fuente de vida, su objetivo.

Dominó el tiempo del idioma sin dejar que le dominara una obsesión permanente que fue el paso del tiempo: “siempre tuve desde niño la sensación que llegaba tarde a todo”. En “Las Confesiones de un pequeño filósofo” (1904) nos cuenta sus recuerdos de la infancia, lo que explica su obsesión por el tiempo. En un pequeño pueblo “donde sobraban las horas”, se le amonestaba siempre porque “llegaba tarde”. Azorín se preguntaba: “¿Por qué y para qué es tarde? ¿Qué empresa vamos a realizar que nos exige contar los minutos? No lo sé, pero os aseguro que esta idea de que siempre es tarde es la idea fundamental de mi vida”.

Todo el universo azoriniano es pausa, meditación, contemplación, evocación de lo perdido y vivido, que él reflejo como un orfebre o alquimista del idioma castellano.

Vivir, para Azorín, es una letanía: “Vivir es ver volver”, como lo era el paso de esas nubes de Castilla que él observaba tirado sobre la hierba. viéndolas pasar encima de sus ojos.

Sobre lo perdido decía: “Del pasado dichoso solamente podemos conservar el recuerdo, la fragancia del vaso”.

Azorín, que murió a los 94 años, fue muy longevo. Es un Matusalén literato. Ha dado para la historia obras como “La ruta del Quijote”, “Salvadora de Olbena”, “Memorias inmemoriales”, “La amada España”, “De Granada a Castelar”, “Confesiones de un pequeño filósofo” o “Al margen de los clásicos”.

Su pasión y su preocupación fue su amada España por la que viajó incansablemente. Impulsó, tras el desastre de la pérdida de nuestras ultimas colonias de ultramar como Cuba o Filipinas, una regeneración de España a la que se sumaron otros escritores como Unamuno, Baroja, Maeztu, etc., dando lugar a la llamada Generación del 98. Su obra es clave para entender este movimiento literario.

Azorín transitó desde el anarquismo, por cierto, más estético que ideológico (su paraguas rojo fue la bandera de ese posturismo), al conservadurismo de Maura que le sentó en el Congreso.

Amó a los clásicos como Cervantes, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Santa Teresa y todos los autores del Siglo de Oro. “En ellos, está todo”, repetía y repetía.

Se exilió a Paris en la Guerra Civil, creyendo que su vida peligraba. Allí coincidió con su gran amigo que fue Pío Baroja. A su regreso, se instaló en su casa madrileña de la calle de Zorrilla, antigua calle del Sordo, a la espalda del Congreso de los Diputados. Es el Madrid azoriniano de los teatros, de los políticos, de las salas de cine, de los grandes hoteles, portales y porterías.

Allí transcurrieron sus días, al lado de Julia su mujer, sin tener hijos. Un piso segundo que ahora ocupa, cosas de la vida, una agencia de cambio y bolsa. Una mesa y un flexo de luz como compañeros. Hombre de muy pocas palabras, se dedicó a visitar el cine en los últimos años, a los programas dobles en salas cercanas, y nos legó críticas sabrosísimas.

La pandemia me deja muchas lecciones de vida. Pero una es contundente: no aplacemos los encuentros debidos, las conversaciones que están pendientes (no se pierdan el último libro del profesor Alvarez de Mon).

Aquella mañana de Albacete, Payá me invitó a conocer la casa de Azorín en Monóvar. Quedó pendiente. Pero pronto me acercaré, Pepe, para sentir entre el universo azoriniano tu espíritu, primoroso y sencillo, como era la prosa de nuestro amado y siempre respetado Azorín. 

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